Un Campano magistral, en la raíz de la pintura
A lo largo de las dos décadas precedentes, Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948) se ha afirmado sin discusión entre los nombres en verdad cruciales dentro del territorio actual de nuestra pintura, y ello a través de una aventura extremadamente personal y vigorosa. En el flujo de los ochenta, su obra nos embarca en un itinerario apasionante, donde la mirada del pintor enfrenta -y da su medida indudable con el valor de esos retos- una cadencia de arquetipos esenciales en el edificio de la pintura occidental, desde Delacroix o Poussin hasta Cézanne, interponiendo a su vez para cada uno de esos diálogos un modelo de reflexión que incluye otros muchos puntos de inflexión en la memoria esencial de la pintura.Abundando en la idea de que la tarea de pintar es, antes que nada, volver una y otra vez sobre el eje de lo que la pintura ha acumulado en su búsqueda insondable, Miguel Angel Campano no ha tenido empacho en descubrir a cada paso sus cartas, pues no en vano su apuesta era capaz, como todas las inmersiones reflexivas verdaderamente grandes, de iluminar con una luz esclarecedora e irrepetible aquello que contempla.
Miguel Ángel Campano
Galería Juana de Aizpuru. Barquillo, 44. Madrid. Hasta finales de octubre.
Quiebro decisivo
En el radical ciclo de trabajos que hoy nos presenta la apuesta última del pintor, Campano establece un quiebro decisivo en el empeño por reencontrar ahora de una vez por todas -sin filtros, sin un mapa referencial- la raíz que había guiado, en definitiva, toda su búsqueda anterior.Lejos de la frivolidad pintoresca de tanta excursión historicista al gusto de los tiempos, las series precedentes de Campano sumergían en la memoria de la pintura una mirada que apuntaba siempre de frente y al corazón, donde lo crucial era el interrogante que compartían con el arquetipo elegido y no, desde luego, los suntuosos ecos que la historia le prestara en ese Viaje.
Desde esa mirada que, en definitiva, abolía el peso del tiempo para asumir la identidad del destino que cada pintor asume, Campano podía permitirse el lujo de saquear, sin pudor, toda clase de referentes míticos, a salvo de cualquier sospecha de que éstos le sirvieran Como disfraces autocomplacientes. Aunque, sin duda, muchos serán también los que, a la ligera, centran su admiración por el pintor madrileño no en el núcleo de su combate, sino en la fachada espectacular que su elección instrumental arrastraba consigo.
Por ello no me extrañaría que a más de uno se le congele la sonrisa al contemplar estas nuevas telas donde el pintor enfrenta, sin filtros ni reservas, la raíz de su inquietud. Pues igual que en el pasado no se andaba con remilgos al servirse de la historia, tampoco pone Campano paños calientes a la hora de liberarse de su lastre. Sin eufemismos de lencería fina, estos lienzos alcanzan, en el encuentro del blanco y el negro, el despiadado desgarro del cuerpo desnudo, de la osamenta expuesta a la intemperie. Raras son las ocasiones en que un pintor asume el riesgo de explorar, desde ese umbral tan descarnado, las claves esenciales de su tarea. Esa inusitada valentía hace, desde luego, más sobrecogedor el encuentro con estos lienzos, mas si el espectador asume el pulso al que el pintor le Invita, descubrirá también la deslumbrante región que su ascesis nos revela.
Babelia
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