Afganistán, guerra después de la guerra
Los 'muyahidin' que derribaron a los comunistas se enfrentan por el reparto de las ruinas de Kabul
ENVIADA ESPECIAL Nadie diría que hace más de cuatro años que las tropas soviéticas abandonaron Afanistán y más de uno y medio que cayó el régimen procomunista de Najibulá. Los muyahidin afganos ya no tienen ninguna guerra santa que ganar, pero siguen cargando al hombro el Kaláshnikov como si de un amigo inseparable se tratara. En el paisaje desolado de ruinas y miserias de más de 14 años de combates sólo los cuarteles se multiplican.
La carretera que une Peshawar, capital de la paquistaní Provincia Fronteriza del Noroeste, con Jalalabad, capital de la provincia afgana de Nangahar, es una hilera de socavones donde decenas de niños buscan ahogar el hambre retirando piedras. Supuestamente, sus esfuerzos los pagan los escasos vehículos que circulan: camiones con mercancías procedentes de Pakistán y furgonetas repletas de guerrilleros.
"Ni tengo armas ni llevo barba, y por esto no puedo volver a mi país", dice con cierta melancolía un médico afgano de 23 años, exiliado en Peshawar. Sus palabras revelan el enorme conflicto que vive el país. De un lado, los comandantes de las diversas guerrillas que lucharon contra el régimen anterior se sienten con derecho a gobernar y se enfrentan entre ellos para ver quién se lleva el mejor trozo del pastel. De otro, los mulás (dirigentes religiosos) exigen ser ellos quienes dicten las normas de esta nueva república islámica.
Al concepto moderno de nacionalismo y al ancestral de religión se une en Afganistán una realidad étnica y tribal que complica cualquier solución pacífica. En algunas provincias, la situación es relativamente tranquila y, poco a poco, comienzan a resurgir los bazares y los pequeños comercios. En Kabul, sin embargo, la paz se cuenta por minutos: los seguidores del presidente y del primer ministro tienen siempre una excusa por la que enfrentarse. Burhanudin Rabani ocupa el palacio presidencial con el apoyo del ministro de Defensa, Ahmed Sha Masud, más conocido por su nombre guerrillero, el León de Panshir. El primer ministro, Gulbudin Hekmatiar, ejerce, sin embargo, su mandato desde su cuartel general, situado al sur de la capital afgana, y no ha logrado nunca celebrar un consejo de ministros completo.
En Afganistán es muy difícil hablar de Estado cuando las provincias campan por sus respetos según las directrices del comandante que las gobiernas, que en muchos casos es el jefe de la tribu. Para el portavoz del Gobierno de Nangahar, Mohamed Amin, la situación por la que atraviesa el país es normal, y enseña un puñado de papeles que, supuestamente, son la correspondencia con la presidencia y la jefatura del Gobierno central.
Según Amin, lo único que Afganistán necesita son "fondos para la reconstrucción", y lanza un llamamiento a la ONU y a las organizaciones humanitarias para que envíen personal y medios. "No tienen que tener miedo", dice. Tras el asesinato en febrero de un holandés, un inglés y dos afganos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el ACNUR retiró a todo su personal extranjero en Afganistán.
"Esta guerra se ha llevado a mi marido y a tres hijos. ¿Qué más quiere?", se lamenta Homera. En abril del año pasado, cuando las tropas de Hekmatiar luchaban por entrar en Kabul, donde se habían instalado las de Masud después de derribar a Najibulá, un misil cayó sobre la casa de Homera y le mató al marido y a dos hijos. Con los tres que le quedaban emprendió la huida hacia Jalalabad, pero una mina en el camino le arrancó para siempre a otro hijo. Ahora, junto con otros 10.000 kabulíes más, sobrevive en él campo de refugiaddos de Flada, a las afueras de Jalalabad.
Mientras Homera habla, pasan a toda velocidad dos tanques cargados de guerrilleros armados con lanzadores de cohetes. Se dirigen a Sarobi, entre Kabul y Jalalabad, donde ha estallado un nuevo frente de lucha que se ha cobrado más de 120 vidas en esta semana. La carretera está, cortada y se teme que el enfrentamiento pueda llegar hasta las mismas calles de Jalalabad.
"No podemos instar a la gente a que vuelva porque no se dan las condiciones mínimas de seguridad", comenta Mohamedd Dayri, encargado de la repatriación de los refugiados afganos en Pakistán.
La inseguridad, la falta de trabajo y de escuelas y la destrucción de los canales de regadío, lo que impide volver a cultivar los campos, hacen que casi un millón y Medio de afganos prefiera continuar en los campos de refugiados que se extienden a todo lo largo de la frontera paquistaní. Igual sucede con los exilados en Irán.
Entre los que han vuelto, son muchos los que se han dejado tentar por el dinero fácil de la droga. Las amapolas exigen poco cuidado, crecen rápido y se pagan al contado. "No tenemos otro medio de vida y obedecemos a la tan cacareada ley occidental de la oferta y la demanda. Son los europeos y los norteamericanos quienes quieren la heroína; los paquistaníes, quienes la fabrican, y nosotros, quienes cultivamos la amapola", señala Atik, exculpando a quienes siembran sus tierras con esta terrible adormidera.
"La guerra acabó y es lo mejor que podía pasarnos, pero la situación se está volviendo crítica. No tenemos agua potable, la electricidad funciona sólo algunas horas a la semana, se nos han acabado las medicinas y hemos tenido que reducir a medio litro por semana la leche que damos a los niños malnutridos", afirma Sha Mohamed, enfermero de uno de los dos hospitales de Jalalabad. Y añade que la malaria está haciendo estragos entre la débil población y que la tuberculosis se multiplica. La falta de prótesis tiene también tintes dramáticos para los miles de mutilados que dejó la guerra.
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