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El mercado del suelo

Que el uso del suelo debe estar intervenido por los poderes públicos es algo que nadie niega y así sucede en todos los países. El problema en España es un problema de la forma de intervención. El problema en España es que, en vez de fijar unas reglas generales de defensa de los intereses públicos, la autoridad urbanística va decidiendo todo hasta el extremo de poder determinar con el máximo detalle el uso de cada espacio. Al impedir a los propietarios decidir el uso del espacio, se segmenta el mercado del suelo, de tal forma que los distintos usos no compiten por la utilización del suelo.El problema de no permitir el juego de la competencia es que, como el futuro no se corresponde siempre con lo previsto por la autoridad urbanística, se producen movimientos espasmódicos en cantidades y en precios. Así, en algunos casos, resultan terrenos sobrantes y, en otros, como ha sucedido con las oficinas, faltó espacio y los precios se dispararon, porque la demanda de usos del espacio no se ajustó a lo que la autoridad urbanística había previsto. Lo mismo sucede continuamente en el caso del suelo para vivienda, donde coexisten terrenos sin edificar y precios altos. Es la paradoja del intervencionismo extremo: por un lado, sobra terreno y, por otro lado, y simultáneamente, los precios se disparan.

No habría problema o el problema sería menor si la ausencia de mercado se produjera en el caso de un bien que prácticamente no es utilizado por la mayoría de los ciudadanos. Pero no es el caso del suelo. Para cualquier actividad productiva o de servicios se necesita un sitio donde hacerla. Además, el suelo es una parte esencial de uno de los bienes de consumo más importantes, como es la vivienda y, en consecuencia, su precio influye decisivamente en la formación de los salarios nominales y en el nivel de vida de los ciudadanos. En cuanto a los efectos sobre las actividades productivas, como se ha dicho, lo importante no sólo es el precio del suelo sino el tiempo que se tarda en conseguir localizarlas.

La especial normativa española, que se caracteriza por un intervencionismo extremo, arranca en 1956. Esa ley deja sin capacidad de acción al propietario y traslada todas las

decisiones a la autoridad urbasnística. La ley pretende acabar con la voracidad de los propietarios que están interesados sólo en el lucro y pasa la decisión a las autoridades que son as que buscan el interés público.

El problema de esta normativa es el abismo que se abre entre unas buenas intenciones y unos resultados no tan buenos. A la vista está cómo se han cumplido los objetivos pretendidos a lo largo de los más de treinta y cinco años de aplicación de esas leyes. La destrucción de la costa y de muchas ciudades ha sido una característica en España desde el año 1956.

Nadie discute la intervención de los poderes públicos en el suelo. La intervención es absolutamente necesaria en un caso en que las externalidades son obvias. La cuestión es cómo debe hacerse esa intervención por parte de los poderes públicos. La cuestión es que esa intervención debe hacerse a base de reglas y no de discrecionalidad. Deben defenderse todos los objetivos públicos que se quiera -alturas, densidades, necesidad de espacios verdes, infraestructuras, etcétera-, pero la autoridad no puede llegar al extremo de decidir qué hay que hacer en cada espacio y cuándo debe hacerse.

En España se ha otorgado a la discreción de la autoridad urbanística la denominación de "planes", lo que sugiere una cierta idea de estabilidad, pero en la práctica los llamados "planes" son absolutamente cambiables.

Otro efecto que genera esa situación de discrecionalidad es el mencionado de la pérdida de tiempo debido al excesivo control e intervención de la Administración pública. Bajo un sistema de reglas -por rigurosas que sean- el tiempo lo deciden los operadores económicos. Bajo un sistema de discrecionalidad, el tiempo lo impone la Administración. Es impresionante el tiempo muerto que tienen que soportar las bolsas de suelo útil antes de ser utilizadas debido al complejísimo sistema de tramitaciones que han de ser resueltas por distintos organismos que a su vez actúan con lentitud. Esto tiene una trascendencia económica difícil de imaginar. El tiempo que media entre las solicitudes de los particulares y la efectiva autorización administrativa supone que el operador que ha sufrido ese largo periodo de espera acabará trasladando sus costos en el producto final: la vivienda, los locales comerciales, etcétera. Y, lo que es peor, estos retrasos hacen que la oferta de servicios -que no tienen que ver con el suelo o la vivienda- no responda rápidamente a la demanda. Esta rigidez en la oferta es la que obliga a la política macroeconómica a subir tipos de interés, reducir la inversión pública, etcétera, para frenar la expansión. A los ojos de los ciudadanos la política macroeconómica es la responsable de parar el crecimiento cuando la principal responsabilidad recae en la rigidez de la oferta creada, entre otros factores, por el régimen del suelo.

Todavía ningún economista importante del país ha dedicado la mínima atención a los problemas de competencia creados por la legislación del suelo. Es importante romper esta inercia e incorporar una visión económica a la tradicional de los expertos en el suelo.

Pero hay que aceptar que estos cambios llevan tiempo. La idea de que el propietario no sirve para nada y cuanto más se le expropie y más se le aparte del sistema, los precios del suelo bajarán más y se ordenará mejor el urbanismo es una idea arraigada, pero ello se debe a que nadie ha suministrado una visión alternativa.

Otro de los efectos perversos del sistema actual es que la Administración ha concentrado todos sus esfuerzos y sus recursos personales y de todo tipo en las actividades de prohibición y autorización y no en las de vigilancia, control y sanción. En definitiva, se ha sustituido a los operadores económicos en cuanto a decidir qué, cómo y cuándo hacer las cosas y se han descuidado las funciones propiamente públicas. Esta sustitución de papeles ha provocado la aparición de las llamadas urbanizaciones ilegales y en general ha permitido una actitud generalizada de incumplimiento de la ley, cuyos efectos nada tienen que ver con los que produciría el juego de la competencia con pleno respeto a normas objetivas. La liberalización no significa ausencia de normas ni, mucho menos, su incumplimiento.

Todo lo anterior son consideraciones a partir de un trabajo que está en marcha y que he venido conociendo en mi responsabilidad anterior de ministro de Economía y Hacienda. Se trata del borrador de un informe del Tribunal de Defensa de la Competencia. Dicho informe fue solicitado del citado organismo por el Gobierno como consecuencia de los compromisos adquiridos en materia de desregularización y liberalización de los servicios en el Congreso de los Diputados durante el debate del Programa de Convergencia. Espero que el hecho de que M. A. Fernández Ordóñez, su presidente, continúe siendo amigo mío después de haber sido uno de mis secretarios de Estado no le restará fundamento a este borrador del futuro informe.

Conviene señalar que en mi exposición inicial de este tema, en la pasada convención del PSOE en Bilbao, excluí explícitamente que mi posición fuera la de abolir las ordenanzas municipales o los ordenamientos urbanísticos, aunque mantuve una posición muy crítica con los aspectos administrativos y claramente a favor de un mayor juego en el mercado del suelo de la demanda y la oferta.

Hubo en la reunión de Bilbao varios cientos de asistentes y, según me dijeron, varias decenas de periodistas acreditados que deambulaban por los pasillos y el vestíbulo y salas anexas al salón donde tuvieron lugar los debates. Si mi exposición hubiera tenido los tintes "escandalosos" con que la han presentado algunos medios, no es posible que esto no hubiera trascendido a toda la prensa y el resto de los medios de comunicación. Sin embargo, este es el caso. La razón es bien sencilla: hubo quien intoxicó con los fines que fuera.

Pero, en fin, demos todo por menos malo si sirve para iniciar un debate que sea útil.

es presidente del Grupo Parlamentario Socialista.

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