Los restos de Castilla
El tiempo y la desidia asedian las fortificaciones de la región
Hubo una época en la que se levantaron enormes fortificaciones por toda la región. Y otro momento histórico en el que el tiempo, aliado con la desidia, derrotó a la mayoría de los gigantes de piedra madrileños. De aquellos 46 colosos erigidos en el oscuro medievo, sólo nueve han podido salir airosos de los combates contra el calendario.El resto se convirtió en escombros informes, edificaciones muy deterioradas, montículos vacíos o, incluso, sirvieron de muros sobre los que se construyeron viejos caserones en la capital. Es la historia de los castillos de la Comunidad de Madrid.
El asedio contra sus piedras centenarias duró varios siglos. Sólo los ríos Lozoya y Jarama estuvieron al lado de los castillos durante tan injusta lid. Una docena de ellos pudieron ocultarse en sus vegas y llegar casi incólumes hasta nuestros días. En fin, en Buitrago de Lozoya, Talamanca del Jarama, El Vellón o Manzanares el Real la victoria se inclinó de parte de las fortificaciones. Pero en Manzanares, para que una fortificación sobreviviera, otra tuvo que desaparecer. El llamado castillo viejo se alzaba sobre una prominencia situada junto a la carretera que lleva a Cerceda. Hoy sus escasos restos pertenecen a una familia de la localidad.
El Tajo y el Tajuña, sin embargo, no fueron tan valientes. El sureste de la región se convirtió en un gran cementerio medieval, con restos desperdigados de sus antiguas fortificaciones. En Estremera, Fuentidueña del Tajo, Villamanrique, Perales de Tajuña o Arganda del Rey las gigantescas construcciones del medievo quedaron desamparadas. Hoy sus esqueletos permanecen a la intemperie y pasan inadvertidos incluso para quien pasa a su lado.
En Fuentidueña, el majestuoso castillo de más de 110 metros de longitud y 50 de ancho, orgullo de la Orden de Santiago, ahora es conocido con el humillante nombre de la torre de los piquillos. Sus caudalosos aljibes fueron ocupados por depósitos municipales de agua y su reluciente historia se convirtió en destartaladas piedras del páramo madrileño.
Algún guerrillero aislado se mantuvo firme en el suroeste: San Martín de Valdeiglesias, Batres o Torrelodones. Pero, despechados, cayeron en manos privadas y cerraron sus puertas, despreciando a quienes les abandonaron. Bloquearon sus portillos y sus troneras se convirtieron en ventanillas de cobro para quien quisiera visitarlos. El castillo de Batres, declarado conjunto histórico desde 1970, sólo puede ser visitado los martes entre las nueve y las doce de la mañana, previa consulta con sus actuales propietarios.
Patio de armas
El castillo de La Coracera, en San Martín de Valdeiglesias, no está habilitado para su visita. El interior lleva cinco años en un estado de total abandono y ha sido objeto de actos vandálicos. El Ayuntamiento organiza todos los veranos una serie de conciertos que tienen lugar en su patio de armas. La atalaya de Torrelodones se alza en los terrenos de una urbanización privada. Restaurada y modificada, tiene difícil acceso porque hasta ella no llega ninguna carretera asfaltada. Por la noche, unos potentes focos consiguen recuperar algo de su majestuoso aspecto. En el libro de la montería de Alfonso XI se señala que en su entorno abundaban los osos.
Otras construcciones, acogidas en la gran urbe, se mantuvieron en pie a duras penas. La muralla de Madrid quedó atrapada entre las viviendas castizas, mientras que los restos del castillo de Barajas, en la alameda de Osuna, sirven hoy como escondite a los jóvenes que no quieren ir a los colegios cercanos. Sus muros, además, han sido tomados como lienzos de pintadas callejeras.
Sin embargo, algunos castillos aprendieron a esconderse para sobrevivir. Se transformaron en iglesias, palacios y casas de recreo. En El Pardo, Aranjuez, Torrejón de Ardoz y Viñueas cambiaron sus arpilleras, paso de armas y torres del homeaje por ventanas acristaladas, orreones neoclásicos o escalinaas con barandillas. El palacio de Viñuelas, situado en las inmediaciones del parque regional de la cuenca alta del Manzanares, pertenece a una sociedad anónima que gestiona la explotación agraria que lo rodea. También alquila sus salones para la celebración de banquetes y reuniones privadas.
En Pinilla del Valle, Pezuela de las Torres, Colmenar de Oreja y Alpedrete prestron sus atalayas defensivas a las iglesias. En sus vanos tafien ahora las campanas y sus majestuosos muros son ahora parte del altar. En ocasiones, por no haber sido parcialmente reconstruidos, no encajan bien en el conjunto de las edificaciones religiosas en que se integran. Sus puertas están a veces elevadas unos metros sobre la base del templo, precisándose escaleras adosadas para acceder a a iglesia.
Dicen los expertos que hasta hubo otros que se escondieron bajo tierra. En Fuentidueña del Tajo existe uno que quedó cubierto por el cerro Aladilla. La historia debe ser cierta cuando un decreto de 1949 todavía sigue protegiendo a esta fortificación ubterránea.
Y hay quien dice que para olvidar tantos sinsabores algunos e dieron al alcohol. En Chinchón hubo un castillo que en sus aljibes guardó anís para olvidar las penas de tanto abandono.
De lo demás, apenas se sabe nada. Dejaron sólo nombres en la topografía regional. Prado del Castillo de Gascones, los Cerros del Castillo de Collado Mediano, Castillejos de Somosierra o Alto del Castillo de Navalagamella son ejemplos de las huellas de los 46 gigantes que un día cubrieron la región.
Estas historias se relatan en el libro Castillos, fortificaciones y recintos amurallados de la Comunidad de Madrid, que ha editado la Consejería de Educación y Cultura. Se pondrá en breve a la venta al precio de 3.500 pesetas.
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