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Tribuna
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En el País de Ocho Pisos

Como sus edificios de seis, siete y hasta ocho plantas fotografiados en las guías turísticas y láminas ilustrativas de obras arquitectónicas, la actual República de Yemen es una insólita superposición de pisos cuya verticalidad y abigarramiento emblematizan su cohesión y mudanza a través de las vicisitudes históricas.Desde el remoto reino de Saba, cuya soberana Belkis, evocada tanto en la Biblia como en el Corán, visitó a Salomón y fascinó a los cronistas con la leyenda de su esplendor, magnanimidad y belleza, Yemen no ha dejado de enardecer la imaginación de poetas, sabios y viajeros: Arabia Feliz, ínsula de dulzura y verdor en un vasto océano de piedra y arena; punto de partida de la fabulosa Ruta del Incienso en dirección a los mercados de Egipto y Asiría; paso obligado de las caravanas de dromedarios que cargaban en sus puertos las codiciadas especias traídas de la India. Su entorno desértico, impenetrable y hostil, acrecentaba aún el pavor y asombro de la leyenda. "Tanta es la abundancia de plantas aromáticas", dice Estrabón, "que sus habitantes usan la canela, cañistófala y otras drogas preciosas para hacer fuego". Hipérbole sin duda, pero reflejo no obstante de una incontestable realidad: 10 siglos antes de Cristo, el cultivo y comercio de las especias convirtieron al reino de Saba en uno de los países más ricos de la Tierra. Según algunos, la etimología árabe de la palabra yemen derivaría precisamente de al yumn, esto es, la felicidad, o de al yaman, la prosperidad, en contraposición al ámbito mezquino de la Arabia Pétrea. Para otro, provendría de bilad al yamín, "el país de la derecha", por hallarse a la diestra del valle en el que la voz divina interpeló a Moisés sobre la Zarza Ardiente. Un célebre alhadice enuncia significativamente: "La fe es yemení y yemení es la ciencia", y Yemen ocupa también un lugar primordial en la mística sufi y su geografía onírica. Ornado de una aureola cuyo fulgor deslumbra a sus visitantes como falenas, la verticalidad compositiva de su hábitat es una luminosa alegoría de los sucesivos estratos socioculturales que configuran su presente identidad, mirífica, singular y compleja.

Unidad y fragmentación, riqueza y decadencia, fases de sopor y éxodos masivos seguidas de ramalazos de energía y potencia: como Ave Fénix, Yemen resucita de sus propias cenizas. La mirra, el cinamomo y otras plantas utilizadas en la Antigüedad con fines religiosos, cosméticos o culinarios crearon una agricultura y tráfico florecientes pese al accidentado y diíicil acceso a su territorio y la aspereza y fragosidad de sus montañas. Cuando las naves egipcias surcan el mar Rojo y sustituyen ventajosamente a las caravanas, el reino de Saba descaece de forma irremediable. La prodigiosa labor de escalonar de bancales las pendientes rocosas -esa increíble sucesión de terrazas y jorfes que permitió cultivar en un clima ideal las especias más buscadas-, toda la obra de ingeniería simbolizada por el célebre dique o pantano de Maariv se vino abajo. Los vergeles penosamente construidos le mudaron en desolados graderíos de piedra: prurito delirante de titanes o capricho esteticista de la naturaleza.

Siglos después, la historia se repite: el café, oriundo de una Abisinia en la que crecía silvestre, fue trasplantado y aclimatado con éxito por los yemeníes en las montañas de su país. Los navegantes portugueses no tardaron en descubrir sus virtudes estimulantes en el puerto de Moja -de ahí su denominación popular de moka- e intentaron acaparar su comercio. La llegada de los otomanos a Yemen desvió su introducción en Europa primero a Estambul y de allí a Viena, en donde fue llamado café turco. A mediados del siglo XVII su boga imparable se extendía a Inglaterra, y Yemen disfrutó por segunda vez de un periodo de dicha. Ingleses, franceses y holandeses corrieron a procurarse muestras de la preciosa semilla y la sembraron en sus posesiones ultramarinas de Insulindia y América. Al cabo de unos decenios los nuevos cafetales de las compañías occidentales producían más y más barato que los cultivados con ahínco en el País de Ocho Pisos. El comercio de moka se derrumbó y su puerto se despobló en poco menos de un siglo. Como en la época del reino de Saba y sus especias, la fortuna suscitada por el café se desvaneció como un cruel espejismo.

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A partir de Roma, la abundancia y mayor fiabilidad de las fuentes históricas permite conocer mejor la composición por estratos de la Arabia Feliz. Tras la caída del reino de Saba asistimos a un retroceso general del paganismo en favor de las religiones monoteístas. Judaísmo y cristianismo penetran paulatinamente en Yemen, el país se fragmenta en Estados minúsculos, objeto de la codicia de Bizancio y de los persas Sasánidas. La matanza de cristianos por el rey Dhu Nuás, convertido al judaísmo, incita a vengarse a los bizantinos apoyando la invasión abisinia. El nuevo ocupante establece un efímero reino cristiano antes de ser suplantado por los Sasánidas aliados con las tribus. Cincuenta años después, Yemen abraza el islam.

Aunque la leyenda habla de conversión instantánea, los hechos la desmienten. La rídda o apostasía de numerosas cabilas y las tentativas de algunos cabecillas de autoproclamarse profetas muestran que la religión revelada a Mohamed caló con mayor lentitud. Abú Beker y Omar supieron encauzar con éxito el espíritu bélico de los beduinos, incorporándolos al ejército que en menos de veinte años forjaría el vastísimo imperio islámico. Los yemeníes participaron en la empresa con sus mujeres y niños, y el país se despobló. Al abrirse la discordia sangrienta entre musulmanes consecutiva al asesinato de Otmán e investidura de Alí, Yemen sufre la violencia de Muauía y los califas Omeyas. La prédica justiciera de los ibadíes halla así, sobre todo en Hadramaút, un terreno abonado. El país se subleva contra la dinastía opresora, y el imam ibadí no sólo aglutina las tribus dispersas, sino que lleva temerariamente la guerra al corazón de Arabia. La primera tentativa de crear en Yemen un Estado independiente basado en principios religiosos radicales fracasa. Los abasidas vuelven a gobernar hasta la irrupción de los carmatas, cuya doctrina esotérica, de inspiración ismaelí, defiende b colectivismo extremo en los antípodas del individualismo jerárquico de las cabilas. Derrotados a su vez, son reemplazados por los seguidores de Ibri Zayd, un descendiente de Alí y Husein, quienes implantaron el imamato zaidí que, con diversos altibajos, cambios dinásticos y ocupaciones foráneas (egipcias otomanas), gobernó el país hasta 1962. A consecuencia de ello, Yemen es hoy un mosaico de casi todas las corrientes religiosas islámicas: el shiísmo zaidí asentado en Saaba y la zona norte del país convive con una mayoría suní del rito chafai, si bien la influencia turca primero y Wahhabí después se manifiesta en la presencia de grupos hanafis y hanbalis. Ismaelíes, judíos, cristianos e hindúes componen finalmente minorías exiguas cuya libertad religiosa garantiza la Constitución del nuevo Estado laico.

Una corriente alterna de fuerzas centrífugas y centrípetas impone su ritmo a la evolución histórica del país: el afán unitario de los monarcas que consiguen adueñarse del poder contrapesa con una estructura tribal cuyos orígenes se remontan a la sociedad preislámica. Los vínculos de sangre que aglutinan el clan no se compaginan, en efecto, con los preceptos del islam ni con el espíritu igualitario propio del desierto. Los agricultores de la Arabia Feliz, como los labradores del teatro de Lope de Vega, sienten un profundo desprecio a las profesiones plebeyas o impuras y a quienes viven y se enriquecen con el comercio. La jerarquía tradicional yemení evoca así la española de los siglos XVI y XVII descrita por Américo Castro. En la cúspide, los sayid-s o sadda descendientes del Profeta, para quienes la sangre heredada vale más que el dinero. Bajo ellos, los fugaha, representantes de la ciencia religiosa aliados a los grandes propietarios y a los jefes de las tribus nómadas. En tercer lugar, los miembros de éstas, guerreros o agricultores conocidos por gabilis. En un piso inferior hallamos a los comerciantes y artesanos englobados en la casta de los bayaá o vendedores. Más abajo, barberos, bañeros, carniceros, parteras, circuncisores, cuyo status es considerado vil e indigno por las clases más nobles. Los je-

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