Rebelión en Moscú
EL GOLPE de Estado del presidente Borís Yeltsin, con su asunción de poderes absolutos y la negativa del Parlamento a aceptar su disolución, dejaron irremediablemente las espadas en alto en la lucha por el poder en Rusia. Por ello se desarrolló anoche el primer acto sangriento -más de una decena de muertos y cientos de heridos- de una obra, que promete ser trágica, para resolver una simetría insostenible: dos poderes, dos presidentes, dos proyectos de futuro.En las largas jornadas que había durado esa dualidad formal, con el Parlamento lanzando órdenes y edictos en un perfecto vacío y con el presidente Yeltsin gobernando con dudosa efectividad, parecía haberse apuntado la posibilidad de un compromiso auspiciado por los buenos oficios de la Iglesia ortodoxa rusa, que se presentaba como hombre bueno no identificado con las partes. Esa eventualidad se hizo anoche añicos, probablemente porque las fuerzas parlamentarias entendieron que sólo la insurrección les permitiría salvar políticamente la cara. Yeltsin exigía su virtual capitulación a cambio sólo de la libertad de sus personas.
La táctica del presidente ruso había dado buenos resultados hasta ese momento. El Parlamento se ahogaba en su propia voz, tratando de atraerse a las Fuerzas Armadas, que con sabia prudencia se negaban tanto a obedecer a los asediados de la Casa Blanca como a sumarse alegremente a una eventual represión de la disidencia. Agotarlos por hambre, por cansancio, por la inutilidad de su resistencia parecía la táctica presidencial. Ante esa situación, el centenar largo de diputados contrarios a Yeltsin, refugiados en el Parlamento, llegaron a la conclusión de que debían actuar si querían seguir contando como factor de poder.
El Ejército no se movía, pero en las repúblicas y territorios que forman la vasta Rusia, los hombres del presidente del Parlamento, Ruslán Jasbulátov, encontraban algún eco. El paso de los días jugaba en su contra- y hoy, lunes, concluía el plazo otorgado por Yeltsin para que los diputados se rindieran con armas y bagajes. Había llegado el momento decisivo: ahora o nunca. Y unas decenas de miles de partidarios del poder nacional-comunista, que representa el Parlamento, se sublevaron ayer en Moscú, por más que, para ellos, los sublevados fueran los que siguieron las órdenes de Yeltsin.
La estudiada pasividad del Ejército se rompía horas más tarde con la movilización de algunas unidades que acudieron al rescate de la televisión central, asediada por los insurrectos, y otros puntos neurálgicos de Moscú. Si las Fuerzas Armadas mantienen la unidad, que hasta ahora ha sabido preservar el ministro de Defensa, Pavel Gráchov, el resultado de la lucha ofrece poca duda. Pero una victoria militar es la peor de las soluciones con las que el presidente ruso pueda mantener el poder. Haber tenido que acudir a las armas, aun siendo inevitable ante la dimensión de la sublevación popular, es una derrota para el futuro de Yeltsin.
La eventual victoria del presidente amenaza con limitarse al área de Moscú. Los numerosos compartimientos, autónomos, semiindependientes, independientes por proclamación propia y, en todo caso, francamente desinteresados de lo que opine la capital federal del país, aún no han dicho la última palabra. Ni casi la primera. El previsible sofocamiento de la rebelión puede ser tan sólo una parte muy preliminar de una larga historia. Difícilmente va a haber claros vencedores en la pugna por el poder en Rusia.
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