Los platos rotos del 21 de septiembre
Desde el 21 de septiembre, Borís Yeltsin se parece mucho a un nuevo dictador. Se ha atribuido todos los poderes y no reconoce ninguna institución, legislativa o judicial, de las que en una democracia controlan al Ejecutivo. Elegido por sufragio universal, considera que no tiene que rendir cuentas a nadie más que al pueblo, y no se siente obligado a acatar la Constitución. Es una tesis que a los constitucionalistas de su propio bando les cuesta defender y saben que, en virtud del artículo 121 de la ley vigente, el abuso de autoridad del 21 de septiembre priva automáticamente al presidente de sus prerrogativas en favor de su vicepresidente, el general Alexandr Rutskói. Pero en Rusia, por tradición, lo que cuenta es la relación de fuerzas y no el derecho; se obedece al más fuerte, al que está dentro del Kremlin. Y se consuelan con que esta vez se trate de un "dictador provisional", que promete convocar elecciones legislativas los días 11 y 12 de diciembre. Y hasta ha accedido a poner en juego más adelante, el 12 de junio de 1994, su propio mandato presidencial. Pero, aunque este calendario es bastante preciso, todo lo demás resulta extremadamente difuso. A falta de un Parlamento y de un Tribunal Constitucional, no está muy claro quién adoptará la ley electoral y cuáles serán las prerrogativas de la futura Duma, una cámara que en tiempos del zar no tenía más que un papel consultivo. Muchos piensan, además, que no es fácil que un líder que ha violado alegremente la Constitución y le ha cogido el gusto a un poder absoluto vaya a renunciar a él. No obstante, y a pesar de sus dudas sobre la inspiración democrática del presidente, la mayoría silenciosa rusa no se identifica con sus adversarios y espera, resignada, la continuación de los acontecimientos, con la esperanza de que no desemboquen en una guerra civil. Pocas veces una crisis tan profunda se ha desarrollado en medio de una apatía popular como la que domina esta vez en Rusia.El discurso de Borís Yeltsin el 21 de septiembre y su decreto "sobre la reforma constitucional por etapas de la Federación Rusa" no han causado verdadera sorpresa. Para empezar, porque no era la primera vez que el presidente intentaba cometer un abuso de autoridad. En diciembre de 1992 ya había intentado prescindir de las instituciones, y lo hizo, de nuevo, el 20 de marzo de 1993. Pero en las dos ocasiones se echó atrás in extremis, según dicen, bajo la presión de una parte de su entorno, que temía una aventura semejante. Hasta el tercer intento no ha pasado por fin el Rubicón, tras haberse asegurado previamente el apoyo de la potente división de las fuerzas especiales del interior, que lleva, como no podía ser menos, el nombre de Félix Dzerjinski. Durante la primera semana parecía que la operación estaba saliendo bien en el aspecto técnico. El llamamiento al pueblo de los dos principales líderes legales -el vicepresidente Rutskói y el portavoz del Parlamento, Jasbulátov- por la defensa de la Constitución no encontró amplio eco, y ni siquiera fue difundido por radio y televisión. Los diputados, atrincherados en la Casa Blanca, sede del Parlamento padecían un bloqueo en toda regla; privados de electricidad, de sistemas de comunicación e incluso de agua, parecía que no podrían aguantar mucho tiempo.
Al parecer, varias regiones militares les son leales, pero el Ejército, sensatamente, no quiere una guerra fratricida. Es cierto que hay voluntarios dispuestos a defender la Casa Blanca, pero, a menos que haya algún incidente imprevisible, el asalto a la "fortaleza de la legalidad" no está incluido en el orden del día. Es probable que los diputados quieran reunirse en otra ciudad, en Novosibirsk o en San Petersburgo, donde cuentan con el apoyo popular más importante. Pero seguramente Yeltsin se opondrá a esa transferencia. No obstante, el canto triunfal que entonaban varios miles de manifestantes pro Yeltsin en Moscú el pasado domingo parece, por lo menos, prematuro.
Porque, en el frente político, la verdadera batalla no ha hecho más que empezar y se anuncia para el presidente más difícil que el "asedio de la Casa Blanca". Dicen que a finales de 1991, aureolado por su victoria sobre los golpistas del PCUS, Borís Nikolaievitch estaba en condiciones de hacer que saliera elegido cualquiera y de consolidar su poder de manera duradera. Pero no aprovechó este estado de gracia más que para destruir la URSS y desalojar a Mijaíl Gorbachov del Kremlin. Ese primer abuso de autoridad dividió de entrada a su propio bando, que se daba cuenta de que a Rusia le interesaba que se mantuviera la Unión renovada de las repúblicas antes soviéticas. Unos meses más tarde, el presidente optó por la "terapia de choque" ultraliberal para reformar la economía y con ello dividió a toda la sociedad. Esta política es la que acabó enfrentándole con la mayoría del Parlamento, hasta entonces muy dócil. A esos días se remite también su divorcio de sus dos aliados más próximos en la época del golpe de 1991, Alexandr Rutskói y Ruslán Jasbulátov. Adversarios declarados de la terapia de choque, se volvían cada vez más insoportables para Yeltsin, dado que los hechos no dejaban de darles la razón. Y es que la terapia en cuestión consiste en "quitar a los pobres para dar a los ricos", según un dicho que se ha hecho popular en la Polonia de hoy. En un país como Rusia, donde los salarios se habían visto aún más reducidos que en Polonia y las jubilaciones eran, por consiguiente, más exiguas, esta manera de redistribuir la riqueza provocó un verdadero enloquecimiento en las capas sociales expoliadas. A diferencia de los polacos, que por lo menos habían recuperado la independencia nacional, a los rusos les daba la sensación de haberlo perdido todo, su imperio, su rango en el mundo, su nivel de vida. Todo estaba bajo la dirección de las veletas que ocupaban el poder, comunistas un día, anticomunistas al día siguiente, ayer ávidos de privilegios y hoy rapaces como los barones ladrones del siglo pasado en Estados Unidos. No faltaban motivos para la desesperación. Y en efecto, en vez de organizarse y actuar, como hizo la oposición polaca, cada cual bajo su bandera y en nombre de sus propios valores, los insatisfechos rusos empezaron a manifestarse juntos bajo la bandera roja y la del zar, con los retratos de Lenin, de Stalin y de Nicolás II, sin olvidar los iconos de la Iglesia ortodoxa. Esta alianza antinatural ha llevado incluso a la formación del Frente de Salvación Nacional, acusado no sin razón de predicar el "nacional-bolchevismo". Borís Yeltsin ha sido el principal beneficiario de todo ello, porque
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