Nicolás Salmanovitch Robachov
Hace unos 45 o 50 años que murió Nicolás Salmanovitch Robachov. No es, por tanto, un aniversario muy redondo, pero me temo que si no aprovechamos esta oportunidad se nos puede ir de la memoria. Rememoro esta muerte porque se están produciendo algunos movimientos políticos que me han recordado esta conmemoración olvidada.Un día negro, frío y con nieve en las calles de Moscú, la policía llamó a la casa del camarada Robachov, hasta esos momentos dirigente del partido. "¡Qué hermosa generación hemos formado!", se dijo Robachov. Pensó en los carteles de propaganda donde jóvenes y ancianos se presentaban con rostros risueños. Y él estaba en muchos de esos carteles, siempre junto al líder. La verdad es que no se podía pensar en un solo cartel del líder que no hubiera sido diseñado por él, por el ahora detenido N. S. Robachov.
En el camino hacia la celda 404 iba pensando casi en voz alta. "La vieja guardia ha muerto. Yo soy uno de los últimos y voy a ser exterminado". Y, sin embargo, no podía detestar al número uno. Miraba de vez en cuando en un periódico una foto reciente del líder y no podía odiarle ni en foto ni a la foto.
"¿Cómo se puede transformar el mundo si uno no se identifica con todo el mundo?". La vieja guardia. Ya quedaban muy pocos, cansados, melancólicos, cínicos. Veinte años llevaban al número uno y seguían tratándole de usted. Eran gentes de otros tiempos a las que les rompieron los sueños en pedazos, pero no querían destrozarlo todo -incluido el partido y estaban dispuestos al sacrificio de su vida sin contrapartidas; gratis. Posiblemente más por el pasado que por futuro pero, en todo caso, gratis. Todo para que de aquel final del tiempo saliera -por lo menos- vivo el líder, el número uno. Más allá, imposible pensar en nada. La verdad es que esa vieja guardia había hecho historia, pero sus jóvenes herederos sólo hacían política o economía o más cosas concretas. La Historia (con mayúsculas) ya no se podía escribir.
"Un matemático ha escrito que el álgebra es la ciencia de los perezosos", dijo Robachov, "nunca se busca lo que representa X, pero se opera con lo desconocido como si se supiera su valor. En nuestro caso X representa las masas anónimas, el pueblo. Hacer política es operar con X sin preocuparse de su naturaleza real. Hacer historia es conocer el justo valor de X en la ecuación".
Era imprescindible que confesase su error, algún error. Había que construir una condena pública y notoria ante el pueblo, los medios de comunicación y, como meta, los tribunales: del partido y de la justicia. "Tienes que reconocer que en algún momento empezaste a organizar una operación contra el número uno. Si haces confesiories parciales, rechazaremos lo peor de las acusaciones y dejaremos la culpabilidad en ciertos límites. Medítalo, porque así en poco tiempo volverás, a estar con nosotros".
N. S. Robachov volvió a su celda después de varios interrogatorios y se tumbó en el jergón a pensar como descanso. "¿Quién tiene razón, el número uno o yo? Nadie lo va a saber a corto plazo. Dicen que el líder tiene en la cabecera de la cama El príncipe, de Maquiavelo. Hace bien: después de esto no se ha dicho nada importante sobre las reglas de ética política. Yo fui un espíritu de ese mundo. Pensé y obré como debía; he destruido seres que amaba y he dado poder a otros que me desagradaban. La historia me colocó en el puesto número dos; he agotado el crédito que ella me concedió; si he tenido razón no tengo por qué arrepentirme; si me he equivocado, pagaré. El número uno tiene fe en sí mismo, es tenaz, calmoso e inquebrantable. Ha atado a su ancla el cable más sólido de todos. El mío se desgastó durante los últimos años. Yo ya no puedo creer en mi infalibilidad. Por eso estoy perdido". La conclusión la tenía clara, había que irse del escenario político en silencio, había que irse del Partido en silencio, había que morir en silencio. El principio según el cual el fin justifica los medios sigue siendo la única regla segura de ética política.
Si RaskoInikov en vez de matar a la vieja por interés personal lo hubiera hecho para aumentar la caja de resistencia de una huelga del sindicato o para financiar una campaña autonómica, entonces la ecuación en su engañoso problema no hubiera sido escrita nunca. No engañarse: honor es vivir y morir por las propias convicciones.
N. S. Robachov lo había decidido. Haría todo lo que fuera preciso para servir al Partido. No necesitaba ni abrir los ojos para decirlo una y otra vez con convicción. Lo dijo a todos: a los compañeros y a los medios de comunicación, fue la confesión definitiva. "Me declaro culpable de no haber entendido la necesidad fatal que determina la política del Gobierno. Me declaro culpable de haber seguido. mis sentimientos, lo que me ha llevado a encontrarme en contradicción con las necesidades históricas. He prestado oídos a las lamentaciones de los sacrificados haciéndome así el sordo a los argumentos que demostraban la necesidad de sacrificarlos". El texto era largo y confuso, desordenado y poco claro. La firma de Robachov estaba abajo.
En la historia existen ejemplos de víctimas que voluntariamente se echan sobre sí las culpas de los demás. N. S. Robachov firmó con mano segura su confesión: era su último servicio al Partido. El notario que le recogió la firma le dio las gracias de una forma especial.
El fiscal lo dijo bien claro. "Tu facción, compañero Robachov, ha sido derrotada; tú quisiste escindir el partido cuando tú sabías que nuestra escisión representa el riesgo de una guerra civil. Es imperioso que el partido permanezca unido. Tú has abierto una brecha muy seria en el seno del partido. Si tu arrepentimiento es sincero, tienes que trabajar para cerrar las heridas y divisiones; de lo contrario, no vale nada. Tu labor, compañero N. S. Robachov, consiste en evitar la simpatía y la piedad. Si los adversarios consiguen que los ciudadanos tengan simpatía y piedad por tu caso, el Partido está en peligro".
Pero el Partido sólo tiene un compromiso.
Y sonó un tiro.
(Con el agradecimiento a Arthur Koestler en El cero y el infinito).
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