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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Clinton tiene un plan

EL PLAN sanitario que acaba de presentar el presidente Clinton ante el Congreso de su país constituye la iniciativa de mayor alcance político, y también la más arriesgada, de cuantas ha tomado desde su acceso a la presidencia de EE UU, en noviembre de 1992. Su alcance político se mide por la envergadura de su empeño: modificar sustancialmente las bases del actual sistema sanitario privado, que él mismo ha calificado como "el más caro, el más derrochador, el más burocrático y el más ineficaz del mundo". Y el riesgo salta a la vista: su implantación supone un duro enfrentamiento con los intereses económicos beneficiados porel actual sistema: compañías de seguros, industrias farmacéuticas y de equipamientos médicos y sectores conservadores de la profesión médica.Pero el plan de Clinton -la mayor intervención estatal en el área social desde el new deal del presidente Roosevelt- va a servir también para reactivar el inacabado debate sobre el papel de lo público y lo privado en la articulación de las demandas sociales y económicas. Sus detractores ya han comenzado a tildarlo, con evidente ánimo descalificador, de remedo del tambaleante Estado de bienestar europeo. Pero, lo sea o no, lo que es evidente es que el plan de Clinton busca erradicar una de las carencias más sangrantes de la durante décadas considerada sociedad del bienestar por excelencia: la ausencia de la más mínima cobertura sanitaria de 37 millones de ciudadanos, es decir, el 17% de la población de EE UU. Que sea el Estado en representación de la sociedad o esta última directamente, lo que importa es que la organización social de un país -máxime si es tan desarrollado como EE UU- no sea indiferente a los problemas de salud de sus habitantes. '

El plan sanitario de Clinton responde, pues, a una necesidad básica del ciudadano, la protección de su salud, escandalosamente dada de lado en el país más rico del mundo. Y esto es lo más trascendente, políticamente, del plan: que pone en marcha desde el poder los mecanismos financieros y organizativos precisos para que una porción importante de la población norteamericana pueda disponer de médico y de atención sanitaria cuando lo necesita -100.000 norteamericanos mueren al año por su falta- y que su inmensa mayoría tenga derecho a estas prestaciones en mayor medida que en la actualidad. Es probable que algunos de estos mecanismos no sean los más apropiados, pero quienes se opongan al plan deberán alegar otros argumentos que el puro y simple mantenimiento del actual sistema, el más caro del mundo -absorbe el 14% del impresionante PIB norteamericano- e incapaz, sin embargo, de dar cobertura a amplios grupos sociales e incluso de garantizar la salud de la familia media americana, traumatizada cada vez más por el monto de la factura sanitaria.

No es extraño, por ello, que la cuestión sanitaria se convirtiera en la más importante -junto a la del empleo- de las pasadas elecciones presidenciales. Y que la promesa de Clinton de resolverla condicionara el voto del 42% de sus electores. Esta preferencia electoral se corresponde con el escaso aprecio que tienen los norteamericanos por su modelo sanitario: el 82% está insatisfecho con él y desea su reforma en profundidad. Es cierto que el punto débil del plan es la incertidumbre sobre su coste, estimado en unos 100.000 millones de dólares al año, y sobre su financiación, que Clinton espera obtener de nuevos impuestos sobre el tabaco y el alcohol, de la mayor participación de las empresas en los seguros colectivos de sus empleados y de la reducción de la tasa de crecimiento (hoy del 11% anual) de los gastos de los programas sanitarios financiados por el Gobierno federal.

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Se trata, en cualquier caso, del más serio intento de racionalizar y modernizar la sanidad norteamericana introduciendo algunos mecanismos de solidaridad en la financiación de sus recursos.

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