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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Golpe en Moscú

BORÍS YELTSIN ganó el poder encabezando la resistencia a un golpe comunista (el de agosto de 1991) y quiere conservarlo con otro golpe, éste contra un Parlamento heredero del viejo poder comunista y opuesto a su política de reformas capitalistas. Técnicamente, por tanto, es tan golpista como los Yázov, Kriuchkov, Yanáiev o Páv1ov, que hace poco más de dos años defendieron la supervivencia de la Unión Soviética con tal acierto que ésta saltó en pedazos.La Constitución deja muy claro que si el presidente "disuelve o congela la actividad de cualquier órgano de poder estatal legítimamente elegido", pierde el poder de inmediato. Yeltsin lo ha hecho. Uno de sus dos grandes rivales, el vicepresidente Alexandr Rutskói, tiene base legal para declararse jefe de Estado. El otro, el jefe del Parlamento, Ruslán Jasbulátov, también la tiene al no admitir el decreto.

Es lamentable que la medida de fuerza del presidente se produzca apenas tres días después de que ofreciese un plan de elecciones que preveía comicios legislativos y, seis meses más tarde, presidenciales, aunque sea cierto que la negativa del Parlamento a aceptar su plan se daba por segura.

¿Cuáles son, entonces, las razones de Yeltsin? Lo tiene muy claro: la necesidad de evitar que el país se precipite en el abismo y la convicción de que "la seguridad de Rusia y sus habitantes es más preciosa que la obediencia formal a las contradictorias normas creadas por la legislatura". Su coartada es la de que la desastrosa situación económica y social exige soluciones y no permite estériles guerras intestinas, que superó el voto de confianza al que se sometió en el referéndum del pasado 25 de abril, que el actual Parlamento no representa al pueblo, sino al viejo y denostado poder comunista, y que convoca, -para el 11 y el 12 de diciembre, unas elecciones legislativas en las que la voluntad popular podrá elegir libremente a sus representantes. Incluso anuncia, aunque sin fijar fecha, una elección presidencial en la que pondrá su cargo en juego. Su mensaje es: "No soy un dictador".

Pero lo más importante para Yeltsin, para el pueblo ruso y para la comunidad internacional es el desenlace de este desafio por el poder. Y ese desenlace dependerá de la actitud del Ejército. Jasbulátov ha lanzado una desesperada llamada de socorro al poder militar. Pero hay indicios de que, antes de dar tan arriesgado paso, Yeltsin se había asegurado la lealtad de unidades clave, especialmente en la zona de Moscú. Pero si no hay unanimidad en el estamento castrense, el tremendo peligro es el caos y la guerra civil, una desestabilización que dificilmente podría ser contemplada desde el mundo exterior, como una mera cuestión interna.

Si el golpe comunista de 1991 abrió paso a la descomposición de la Unión Soviética, azotada ahora por guerras salvajes, como las que ahora devastan Georgia, Armenia, Azerbaiyán y Tayikistán, la crisis actual puede acelerar las tendencias desintegradoras que desde entonces han aparecido en la propia federación rusa, un rompecabezas étnico tan complejo como la propia URSS.

El oso ruso, aunque con las garras melladas, sigue siendo una: superpotencia nuclear. La paz y la estabilidad de Rusia son vitales para la paz mundial. De ahí la prudencia de las primeras reacciones que, en forma alguna, mostraban que Yeltsin hubiese perdido, con su ataque a la legalidad, el respaldo de Occidente, con Estados Unidos a la cabeza. El mundo aún no ha cambiado de apuesta. Pero aunque así ocurriera, gane o pierda, Yeltsin lleva, desde ayer, el imborrable estigma de ser un golpista.

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