Esperando a Julio
Sant Just Desvern. Taller de Arquitectura de Ricardo Bofill. Las tres de la tarde del 11 de septiembre de 1993. Dentro de cinco horas se celebrará una boda de campanillas entre dos encantadores hijos de papá. Aún no han cortado la calle de la Industria, pero los guardaespaldas contratados para el acontecimiento (con el uniforme habitual: traje oscuro, gafas ahumadas y audífono) miran a un lado y a otro mientras tiran de Motorola y van de Kevin Costner pasados por Cortefiel.- Llega usted un poco pronto, ¿no, señora? -le pregunto a un prototipo perfecto de lectora de la prensa del corazón.
- Me hace mucha ilusión esta boda -contesta- ¿A usted no?
Me ahorro la respuesta. Un caballero bajito echa su cuarto a espadas:
- Yo me he enterado por Tele 5. Y como no tenía nada mejor que hacer, pues aquí estoy, a ver si veo a Julio Iglesias.
Eran muchos los que tenían ganas de ver a Julio Iglesias ayer por la tarde. Un grupito de adolescentes exhibía un cartel de la serie Beverly Hills 90210 en cuya parte no impresa habían grabado la leyenda We love you, Julio. Unas cuantas chicas gritaban su nombre a intervalos de 10 minutos. Y mientras tanto, a falta de Julito y papuchi, iban apareciendo efectivos de las fuerzas del orden. Primero, la policía local. Luego, la autonómica (un modelo de educación y buen humor, todo hay que decirlo). Finalmente, la nacional, precedida por uno de sus mandos que le dijo a un cabo de los Mossos d'Esquadra: "Tranquilo, que ahora vienen los míos".
Y llegaron los suyos. Y empezó a formarse una marea humana con hambre de famoso. Les hubiese gustado ver a Isabel Presyler, pero llevaba horas escondida y se tuvieron que conformar con el siempre resultón Ruiz-Mateos, que cargaba con regalos para Chabeli y Ricardín.
-Admiro a Julio Iglesias y respeto a los contrayentes -dijo-, pero en esta boda se ha colado un rufián.
No le dejaron entregar sus regalos en mano, así que se tuvo que conformar con aporrear un coche en el que, teóricamente, viajaba su archienemigo Miguel Boyer. Tras un breve paseíllo a hombros de sus leales, el carismático empresario jerezano desapareció de la escena.
En el Walden, edificio vecino al lugar de los hechos, a todo esto, los fotógrafos buscaban un buen encuadre sobre el césped del taller del señor Bofill. Curiosamente, ningún vecino del deteriorado inmueble aprovechó la ocasión para lanzar losetas al escenario del fiestorro. Alguno se enfadaba con los -periodistas, pero la cosa no pasaba de un discreto intercambio de berridos. Todo podría haber sido peor si alguna de las pobres víctimas de su amor por Julio Iglesias hubiera visto desde un balcón del Walden a su ídolo deambulando tranquilamente por el jardín y pasando mucho de dedicar una sonrisita a sus seguidores.
-Viven de nosotros y pasan de nosotros- concluyó una señora a la que le informé de que Julio había entrado por otra puerta y llevaba horas a buen recaudo.
Tenía razón. Yo de ella cambiaría mi suscripción a las revistas del corazón por una a la New York Review of Books.
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