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Soliloquio de fin de siglo

Los hechos históricos pocas veces se atan a los calendarios. Los años no siempre comienzan el primero de enero y los siglos en las cifras redondas. El siglo XIX comenzó en realidad en 1789, con la Revolución Francesa, pues allí se dibujó el cuadro de situación característico del periodo que le proseguirá: de un lado, la fuerza expansiva de aquella revolución, con sus secuelas, sus desbordes, el aflorar de los nacionalismos europeos, la construcción norteamericana; por el otro, la reacción absolutista, Metternich, el Imperio Austro-húngaro, los imperialismos británico y ruso. El disparo de Sarajevo fue llamada de orden para poner punto final a aquel mundo que se desfondó en la Primera Guerra Mundial. Y por esos, allí terminó, en realidad, el siglo YAX. La revolución acabó con el zarismo ruso, la guerra con el Imperio Austro-húngaro, se agotó la expansión francesa, emergió EE UU como potencia, y el conflicto ya no fue entre liberalismo versus absolutismo, sino democracia versus totalitarismo (en dos tiempos que reconocieron primero la lucha antifascista y luego la guerra fría con el marxismo). Este mundo se terminó en 1989: festejamos el bicentenario de la Revolución Francesa, recordando la caída de la Bastilla con un nuevo Louvre, una nueva ópera y un nuevo Arco, y en ese mismo año se cayó el muro de Berlín. La parábola de dos siglos había cerrado. Allí se terminó la guerra fría, se acabó la confrontación entre las economías capitalistas y socialistas, se esfumó la bipolaridad Rusia-EE UU. En una palabra, los elementos que caracterizaron el siglo Y-X se desvanecieron, poniendo así punto final al periodo.1 Doscientos años, entonces, pero dos siglos de duración cronológica diferente. Y, curiosamente, esa predestinada ciudad de Sarajevo en ambos finales siempre epicentro de una crisis en los Balcanes. No es la repetición de la historia, pero sí una atrayente analogía. Lo curioso es que 1989, annum mirabilis según feliz expresión de Roberto Campos, creyó marcar el fin de los conflictos, el comienzo de las certezas, la irrupción del nuevo orden, pero sólo fue el vals inaugural de una hermosa fiesta que terminó en 1992. La unidad alemana ha sido pesada carga, que dará sus frutos, pero que ha costado mucho a Europa, incluso su estabilidad monetaria. ¿Qué queda de aquella Italia orgullosa, con sus capitanes de industria, su política misteriosa y estable, su copa Jules Rimet 1990? En Francia, el poder político ha vuelto a rotar y una nueva cohabitación la reduce de la grandeur mitterrandista al pragmatismo de Balladur. El propio EE UU, reaccionando del reaganismo luego de los dramáticos estallidos sociales de Los Ángeles, buscó en una nueva generación demócrata las luces para reconquistar la fe, pero la empresa está resultando ardua: la reacción económica no se asoma, las mayorías no aparecen, hay que transpirar para sacar un Presupuesto, nada es heroico, el espíritu de los añorados años de Kennedy no reapareció detrás de la similitud buscada de las imágenes. Como si fuera poco, Japón ha comenzado a sufrir temblores de tierra en aquel stablishment de la posguerra que parecía una roca granítica, y hoy comienza a ceder paso a experiencias, detrás de episodios de corrupción, guerrillas comerciales y una sociedad que ya no se resigna a los sacrificios de la vieja generación de samurais.

Una ola de desencanto va invadiendo. Nadie está conforme. Ya ni la democracia es suficiente, pues comenzó su crisis el mismo día de la victoria. Antes bastaba con ser menos malo que los comunistas, hoy hay que lograr una adhesión activa. Los partidos cuestionados, los Parlamentos desprestigiados, los Gobiernos sobreviviendo a duras penas o derechamente perdiendo el poder, los escándalos que no terminan. Los medios de comunicación más poderosos que nunca, pero entrando también en sus propias guerrillas, acosados por outsiders, sensacionalistas o neorrepresores. La propia intelectualidad, que todavía no absorbió la caída del marxismo, anda a tientas y a locas, con la excepcionalidad de algunas figuras individuales que de a ratos nos reconcilian con la inteligencia y la razón. Los artistas, que suelen ser oteadores de nuevos caminos, tampoco hoy generan caminos: basta ver el desconcierto de la Bienal de Venecia y a Tápies y Antonio López discutiendo entre realismo y abstracción para darse cuenta de que por allí no ha alumbrado demasiado.

Nada distinto tenemos por América Latina. Más democracia, es verdad, y ello vale mucho. Pero ninguna estrategia común: aquellos sueños de los años sesenta de integraciones hemisféricas han cedido paso a estrategias individuales (caso de México, asociado a su malquerido EE UU, o Chile, lanzado a ser tigre asiático), algunas de a dos (Colombia y Venezuela aproximándose en la dificultad) u otras subregionales (el Mercosur, que une a Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, en medio de difíciles asimetrías a superar). La democracia resiste, pero luchando con el desencanto: Brasil y Venezuela desplazaron a sus presidentes en medio de escándalos. Perú vive una dictadura maquillada. La crisis de la deuda externa, por ahora, ha pasado, con las renegociaciones y la baja de los intereses. Pero las aperturas económicas están generando unos déficit comerciales enormes, que, salvo en Brasil, en algún momento producirán algún estallido cambiario o una triste caída recesiva. América Latina dejó de exportar capital, para ser, por primera vez desde 1982, de nuevo receptora, pero él ha venido a especular o comprar por deuda externa enormes empresas de servicios públicos. Lo que sí es verdad es que ha salido de aquel clima plomizo de la década de los ochenta. Hay intentos. Mucha gente con ganas de creer. Y algunos resultados indudables, en economías más equilibradas y abiertas, y unas democracias que, aun con problemas, hacen andar sus resortes. Un reclamo ético sale de abajo. Si aparecen respuestas articuladas, todo está siempre algo desarticulado, todo sacrificio de los años de ajuste, puede alumbrar un tiempo más armónico. La Arcadia proteccionista ya no convoca; la utopía reaganista ya pasó. Se sabe que a la primera le falta rigor en los números y a la segunda dimensión social. El nuevo equilibrio está apuntando entre los escombros de la utopía. Se trata de que dé bien sus primeros pasos hacia el siglo que le dará marco.

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

Copyright: Julio María Sanguinetti / EL PAÍS, 1993.

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