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Viva la libertad (también de horarios)

A pesar de sus obvios defectos, la democracia liberal (que incluye la economía de mercado) es el menos malo de los sistemas políticos conocidos y ensayados. Se trata de un sistema mixto, basado en los dos principios (no siempre concordantes) del Gobierno de la mayoría y de la libertad individual. En esto se diferencia, por ejemplo, de la democracia totalitaria de la antigua Atenas, en que la asamblea de los ciudadanos tenía omnímodos poderes y podía anular cualesquiera libertades.El principio de la libertad individual consiste en que cada ciudadano pueda hacer lo que quiera, con las menos restricciones posibles. Estas pocas restricciones deben estar justificadas por criterios generales, como el clásico de que la libertad propia acaba donde empieza la libertad ajena (por lo que son inadmisibles el asesinato, el secuestro, la violación o el robo) y el más reciente de que la libertad propia no incluye el derecho a degradar la biosfera (por lo que no son admisibles el incendio de los bosques, la contaminación, del agua o la destrucción de los ecosistemas naturales). También se pueden discutir otras restricciones, como las relativas a la salud pública o a la ayuda a los desvalidos, o al sufrimiento de los animales. Estos criterios no son siempre unívocos en su aplicación, pero el proceso democrático decide los casos dudosos. Sin embargo, la existencia de casos dudosos no debe hacernos olvidar la obviedad de los casos claros, en que la libertad individual no puede ser recortada, ni siquiera con el asenso de la mayoría. En una democracia liberal, el principio de la libertad individual restringe el principio del Gobierno de la mayoría.

Ya Aristóteles había señalado el riesgo de que la democracia degenerase, a través de la demagogia, en tiranía. Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill advirtieron de los peligros de la democracia totalitaria, que puede resultar incluso más lesiva de la libertad que los regímenes autoritarios tradicionales. Baste recordar que Hitler, elegido democráticamente en Alemania, protagonizó el mayor atentado a las libertades registrado en este siglo. La falta de compromiso con la libertad de los políticos democráticos rara vez se manifiesta de un modo tan trágico; normalmente resulta meramente en recortes arbitrarios de la libertad, debidos a la marrullería política o a la compra del voto de ciertos grupos.

Grandes dosis del autoritarismo del antiguo régimen subsistieron en el Estado francés napoleónico y en el Estado prusiano de Bismarck. La burocracia y la clase política seguían considerando que todo estaba prohibido, excepto lo que el Estado se dignara permitir. Francia y Alemania han conservado hasta hoy esa tradición reglamentista, que les lleva a regular de un modo exagerado todo tipo de aspectos de la vida cotidiana (como la hora a la que el tendero abra o cierre su tienda) en beneficio del interés corporativo de algún grupo de presión influyente.

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La joven democracia española estableció mediante un decreto ley de 1985 la libertad de horarios comerciales, una de las pocas medidas claras y no marrulleras de nuestra reciente historia política. Afortunadamente, el Tribunal Constitucional rechazó en julio pasado el intento de vuelta atrás de los Gobiernos autónomos de Galicia, Valencia y Cataluña, que han pretendido comprar el voto de los tenderos apocados mediante normas restrictivas del horario que nada tienen que ver con sus respectivos ideales políticos. En Cataluña se da la peregrina situación de que un Gobierno que hace campañas a favor de la salud permite comprar aguardiente o cigarrillos en domingo, pero no pan o lechugas, y de que hay más expedientes abiertos a panaderos que a pirómanos. Es bien explicable que las asociaciones de consumidores hayan puesto el grito en el cielo. (De todos modos, en mi pueblo, Moià, muchas tiendas siguen abiertas los domingos).

En Europa y Oriente Próximo hay dos grupos que presionan para limitar la libertad de horarios comerciales: los fanáticos religiosos y los gremios o sindicatos de tenderos.

En Israel, los grupúsculos de judíos ultraortodoxos han impuesto un cese total de actividades el sábado: no sólo no abren las tiendas, sino que ni siquiera circulan los autobuses. Los sucesivos Gobiernos se han visto obligados a ceder a sus demandas porque necesitaban sus votos para formar mayoría parlamentaria. En Inglaterra hasta hace poco la Iglesia anglicana consiguió impedir que los cines y teatros abrieran los domingos.

Si uno es muslim, judío o cristiano ortodoxo, no querrá trabajar en viernes, o sábado, o domingo. Y tiene todo el derecho del mundo a que los demás respeten su negativa. Pero él también debería respetar el derecho de los demás a trabajar o descansar los días que deseen. Sin embargo, los fanáticos religiosos no son más tolerantes en el tema de los horarios que en el del aborto.

El corporativismo es la defensa de los intereses de un cierto grupo contra la posible competencia de los otros. En sí mismo no hay nada que objetarle, mientras no utilice la fuerza o compre (con dinero o con promesas de votos) al Gobierno, convirtiéndolo así en instrumento de imposición de sus intereses corporativos, con el consiguiente perjuicio de los consumidores o usuarios.

Desde el punto de vista de los horarios comerciales, Alemania es una pesadilla para el consumidor. En los tres años que he vivido en ese (por lo demás admirable) país he compartido las dificultades que experimentan casi todos los alemanes para comprar lo que necesitan. Las tiendas permanecen todo el día medio vacías y cierran cuando empiezan a llenarse, a las seis y media de la tarde. Los grandes almacenes cierran los sábados poco después del mediodía, cuando más abarrotados están de clientes. Cualquier tienda que abriera los sábados por la tarde y los domingos prestaría un gran servicio a los frustrados compradores, pero la ley lo prohíbe. En esta prohibición se combina la influencia de las Iglesias cristianas con la presión de los grupos gremiales y sindicales de tenderos, normalmente dominados por comerciantes pusilánimes, más preocupados de cortar las alas a sus posibles competidores que de tomar ningún tipo de iniciativa propia. El triunfo de la marrullería política lleva así a un sistema económico en que los intereses de los consumidores (todos) son sacrificados al corporativismo de los gremios (unos pocos).

Acabo de pasar un año en Boston, donde, como consumidor, he tenido experiencias contrarias y mucho más gratificantes que las de Alemania. Nunca tenía que preguntarme si las tiendas estarían abiertas: algunas siempre lo estaban. Las tiendas de todo (convenience stores) de mi barrio abrían todos los días a todas las horas. Lo mismo pasaba con las lavanderías, los grandes almacenes, etcétera. también había librerías siempre abiertas, lo que me permitía, por ejemplo, utilizarlas como agradables lugares de cita en que quedar a cualquier hora y esperar hojeando libros.

Cerca de mi casa, la magnífica librería Waterstone abría cada día (incluidos domingos y festivos) de nueve de la mañana a once de la noche (es decir, 98 horas a la semana, 38 más de las que permite la ley catalana), prestando un gran servicio a la gente que trabaja, que así puede hojear y comprar libros con toda tranquilidad. De hecho, los domingos y festivos son los días más cómodos para ir de compras y los que más llenas están las tiendas. Además, la dilatada apertura de los comercios genera muchos más puestos de trabajo, pues se hacen necesarios los turnos, y amortiza mejor las instalaciones, lo que permite abaratar los costes. Naturalmente, otras tiendas sólo abrían algunos días a ciertas horas, pues el mercado no daba para más.

En un mercado libre, en una economía de la abundancia, moderna y flexible, todo se orienta a satisfacer en grado máximo los deseos de los consumidores. La libre interacción entre comerciantes y clientes determina los horarios y no el ordeno y mando de los burócratas y políticos. Si yo, tendero, quiero cerrar mi tienda de dos a cinco, o si no quiero contratar a nadie para que despache el domingo, tengo perfecto derecho a hacerlo, aunque con ello me exponga a que otras tiendas abran a esa hora o ese día y atraigan a más clientes. Eliminar esa competencia por la fuerza (de los pistoleros o del Estado -comprada esta última con dinero o con votos-) es intolerable desde el punto de vista del principio de la libertad. Si hay clientes deseosos de comprar panes o libros los domingos o por la noche, y si hay comerciantes dispuestos a vendérselos, la prohibición gubernamental de esa transacción voluntaria, tranquila y pacífica entre adultos es incompatible con el principio de la libertad individual, uno de los dos pilares de la democracia liberal.

En una democracia liberal consecuente no se puede prohibir que trabaje o abra su tienda el domingo quien desee hacerlo. En una economía de mercado consecuente no se puede permitir que los comerciantes más aletargados eliminen por político interpuesto la competencia de sus colegas más emprendedores. Y democrátas tan acreditados como Miquel Roca no deberían amenazamos con una proposición de ley tendente a restaurar en toda España el corsé normativo (de rancio abolengo napoleónico, prusiano, franquista y corporativista) que prohibiría abrir las tiendas en domingo.

es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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