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Entrevista:Los personales de...

Jeanne Moréau

Escribía hace poco Terenci Moix en una de sus crónicas que el talento de la Moreau consiste en ser inteligente. Yo he tenido siempre una debilidad sin remedio por esa señora. Una debilidad que fue, durante el rodaje de Los amantes, un vago amor del que ella nunca supo nada, o por lo menos fingió no saberlo. Poca gente se extasiaba ante su belleza. Oriana Fallaci -con esa perfidia de las italianas cuando hablan de otra mujer- ha dicho que "la Moreau tiene un aire perfumado y enfermo". Una flor, en resumidas cuentas. Todas las flores están enfermas. ¿Por qué si no mueren siempre sin alcanzar nunca la edad de la razón? Cuando la conocí, Jeanne tenía ya la boca indiscutiblemente amarga. Las ojeras grandes, inmisericordes. La carne del rostro minada por un cansancio muy antiguo. Un rostro que parecía un mascarón de proa anclado en una especie de desabrida indiferencia. Pero todo cambiaba cuando se ponía a hablar. Decía cosas preciosas -con esa dicción perfecta que pone en relieve cada coma- acerca de sus maridos, su hijo, sus amantes, sus amigos. Entonces el pequeño rostro apagado, obstinadamente triste, se iluminaba disipando sus sombras y sus negruras.

En su salón oscuro de la Rue du Cirque, Jeanne me hablaba mucho de Luis Buñuel. Don Luis, como dice ella.

-Fue el padre que me hubiera gustado tener. Yo le llamaba "mi padre español". Recurría siempre a él cuando las cosas se torcían. Hace ya muchos años tuve miedo de morir. Más que de morir, de dejar de ser. Entonces telefoneé a México, donde vivía don Luis. Quería ir a morirme junto a él. Pero todo acabó por arreglarse. ¡Imagínate al pobre don Luis con mi cadáver francés entre los brazos!

Jeanne bebía su té como un borracho bebería su alcohol. Con delicia.

-¿Has visto, claro, El discreto encanto de la burguesía? ¡Qué maravilla de juventud! Don Luis fue siempre más moderno que la mayoría de los jóvenes de su época. Tenía odios obsesivos. Los jóvenes ya no odian a nadie. Detestan, pero en abstracto, la sociedad, un régimen, un modo de vida. Pero eso no basta para estar vivo. Mi padre español era más concreto. Odiaba a los curas, a los militares, a los gilipollas. Era un hombre entero, sin malicia, pero con mucho orgullo.

En casa, Jeanne siempre llevaba una especie de caftán que dejaba al aire sus brazos desnudos, blandos, como si no tuvieran hueso en el interior.

-Cuando don Luis venía a París se alojaba en un pequeño hotel donde se respetaba sus costumbres. Se acostaba todas las noches a las nueve en punto y apagaba la luz. Pero nunca se dormía antes de medianoche. "¿Qué hace usted en la oscuridad durante tantas horas?", le pregunté un día. "Pienso, me contestó". Quise saber en qué. Sonrió tristemente y me dijo: "En los insectos y en los hombres". Creo que eso explica la filosofía de muchas de sus películas. Cuando trabajábamos juntos, don Luis y yo no teníamos necesidad de hablar para entendemos. Bastaba con miramos a los ojos. Trabajar con él y para él era siempre una felicidad casi perfecta.

La felicidad. Me pregunto si Jeanne sabe lo que dijo de ella don Luis Buñuel. Dijo: "Jeanne busca siempre algo que nunca encontrará. No creo que haya sido nunca feliz. Y es precisamente esa infelicidad endémica lo que cuantifica sus cualidades interiores. Si algún día la Moreau llegara a ser feliz, dejaría de ser lo que es: un ser frágil como una mariposa y dura como una fiera hambrienta".

-Después del rodaje de Belle de jour -me contó Jeanne-, don Luis se compró un automóvil. Un coche de jovencito. Rojo y descapotable. Se lo entregaron en México. Hacía diez minutos que iba conduciendo cuando otro coche lo embistió. Al día siguiente, don Luis devolvió el coche. El hermoso objeto había perdido su virginidad. Ya no tenía ningún interés. Don Luis era así.

Otro de los "padres espirituales" de Jeanne fue Orson Welles.

-¡Ah, WeIles! Orson era otra cosa. Le quería aunque a veces le detestara. Orson era lo desmedido en lo cotidiano. Era la prodigiosa locura de cada instante. Era Kane, Otelo y Falstaff. Cuando, estaba muy inspirado, era Don Quijote. Pero casi nunca era WeIles.

Cuando hablaba de Welles, Jeanne fumaba sin cesar.

-Rodar con WeIles significaba integrarse íntimamente a su magia personal. Siempre tuvo el talento de crear lo irreal, partiendo de lo real. Las más de las veces con medios muy modestos. Cuando rodó Historia inmortal, en 1966, hizo en algunos minutos de una pequeña plaza de Sevilla un mercado chino en Macao. Con nada. Tres faroles y algunas banderolas.

Una larga pausa y luego, gravemente:

-Orson me emocionaba por su fragilidad. La palabra me asombró. Recuerdo al coloso magnífico y exuberante. Nunca vi a nadie menos vulnerable.

-Te equivocas. Recuerda sus manos. Eran pequeñas. Muy blancas, muy cuidadas, casi femeninas. Un poco como las de Gabin cuando era joven. Los tobillos de Orson eran también muy finos. Tan finos que cuando estaba cansado apenas podían sostenerle. A Orson le gustaba explicar que era descendiente de aristócratas rusos. No era verdad, claro, pero eso hubiera podido explicar esa finura aristocrática de la que estaba tan orgulloso. François Reichenbach, en el retrato televisado que hizo de Welles, lo mostró titubeando como si estuviera borracho. Tenía que haber explicado que no estaba ebrio, que sólo era cansancio... Cansado como... como...

Jeanne busca una imagen que no encuentra. Por fin dice:

-Como un gran paquidermo acosado por una malsana curiosidad...

Recuerdo que le pregunté a Jeanne si Welles pensó nunca en acabar el Don Quijote.

-No lo sé. Rodaba episodios entre dos películas. Pero nunca tenía bastante dinero. Pero no pienso que creyera de verdad que un día lo terminaría. Por varias razones. Entre otras, porque el actor que tenía que encamar al hidalgo loco acabó por morirse de viejo en México. Se llamaba, creo, Paco Reguera, y Orson le tenía prácticamente prohibido morirse. En cierta ocasión, Reguera se puso muy enfermo y avisaron a Orson. Éste cogió un avión, se plantó en México, en casa del enfermo, y le metió una bronca terrible. "¡No me vas a hacer esto a mí! ¡Todavía te necesito para rodar la muerte de Don Quijote!". Sea como fuere, el otro aguantó sin morirse ocho años más. Pero no creo que Orson tuviera jamás la intención de rodar esa muerte. ¿Y sabes por qué? Porque a Orson lo que más le interesaba era demostrar que Don Quijote es un personaje inmortal. Aunque sospecho que a él el que le interesaba de verdad era Sancho Panza. Porque, a su modo, Orson era Sancho Panza. Un personaje igual de fascinante que Don Quijote. Un hombre de carne y sangre al que le gustaba comer, beber y fumar puros. Le gustaban las mujeres, los hombres, los animales, el día, la noche. Le gustaba todo, apasionadamente. Es decir, con una gran curiosidad. Orson era uno de los seres humanos más intensamente vivos que he conocido. ¿Sabías que WeIles era uno de los magos más dotados de su generación? Yo lo descubrí una tarde que di un cóctel aquí, en este salón. Había mucha gente que él no conocía y se estaba aburriendo prodigiosamente. Entonces, para distraerse, se puso a hacer juegos malabares. Tenía unos dedos de hada. Poco tiempo más tarde estábamos rodando una escena muy difícil para un cortometraje en los salones del Ritz, en la Place Vendóme. Cuando llegó la hora reglamentaria de parar el trabajo, los fulanos de la televisión lo detuvieron todo. Volver a empezar esa misma escena al día siguiente era para nosotros, los actores, bastante complicado. Creyendo que podría enternecer a esos fanáticos sindicalistas, Orson se puso a hacer milagros con lo que caía en sus manos, vasos, cigarrillos, flores. Pero nadie le hizo el menor caso. Les importaban un comino nuestros problemas. Los talentos de WeIles no consiguieron nada de aquella gente. Entonces, Orson continuó hasta el alba maravillándonos, a mí y al personal en pleno del Ritz. Un personal más civilizado que aquellos cretinos de la televisión...

Jeanne guardaba algún que otro mal recuerdo de sus rodajes.

-Por ejemplo, el de La notte, de Antonioni. Descubrí, con horror, que Antonioni era incapaz de demostrar -y quizá de sentir- la menor emoción. En un inglés no me hubiera importado. Pero en aquel italiano tan guapo, tan seductor... Fuimos todos muy desgraciados. Apenas si la gente se dirigía la palabra en el plató. Los únicos en hablarnos éramos Mastroianni y yo.

Años más tarde, Marcello me dijo refiriéndose a Jeanne:

-Muchos se enamoran de la Moreau durante los rodajes. A veces, ella les corresponde. Pero sólo hasta el final de la película. Después... ¡chao!

Tengo, desgraciadamente, que admitir que en parte era verdad.

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