EDGARD PISANI La verdad o la vida
Cuando yo era joven -hoy se saca con más facilidad la pistola o el puñal-, el atracador que abordaba por la noche a un burgués achispado le mostraba el arma mientras le intimidaba diciéndole: "La bolsa o la vida". Era raro que la víctima mantuviera ambas, y, más frecuente, que perdiera las dos..No puedo dejar de pensar, al término de una larga vida política, que los magistrados dedicados a la operación manos limpias están poniendo al mundo político, al empresarial y a toda la sociedad ante una alternativa igual de peligrosa. De hecho piden que se elija entre la verdad y la vida, a pesar de que no ignoran que la verdad siempre tiene sombras y la vida siempre máculas.
No hay duda de que su búsqueda de la verdad les honra, pero exige ciertas observaciones críticas. Hasta el momento, son los magistrados instructores los que se han hecho más célebres. Pero su papel no es el de decir la verdad, no es el de juzgar, sino el de suministrar al tribunal los elementos sobre los que basará su sentencia. Esta última es la única que, supuestamente, representa la "verdad", con la reserva, siempre posible, de una apelación. Hasta ese momento nadie está en posesión de la verdad. Todos deben contribuir a ella. Incluso los testimonios y el delito flagrante no constituyen mas que una fuerte presunción.
Sin embargo, ¿cómo no comprender que un magistrado se apasione como un policía? ¿Cómo impedirle creer en la hipótesis de la que parte? No habría búsqueda de la verdad si no hubiera hipótesis. El juez instructor es, por tanto, como un investigador científico: su obligación de discreción, su deber de Estado, están totalmente ligados a su capacidad de abandonar su hipótesis cuando ésta se revela falsa. Y a veces ocurre.
Todo esto sucedía normalmente cuando el juez instructor y su inspección sobre el terreno, las diligencias de la policía, escapaban a la frenética indiscreción de los medios de comunicación. El juez no se expresaba más que en sus conclusiones. Pero, espiado por los periodistas, revela su hipótesis mediante sus silencios o su actitud. Sobre todo hace declaraciones; y en Francia, por ejemplo, aparece en las pantallas de televisión, con frecuencia satisfecho de sí mismo. Sin duda practica la reserva mental, pero ¿cómo imaginar que, en caso de error, sea capaz de renunciar a su hipótesis tras haberla, en cierto sentido, pregonado?
En los sistemas judiciales más formales, el magistrado no sólo tiene en cuenta el Estado de derecho, sino que también presta atención al de las costumbres. Imaginemos, por tomar un ejemplo alejado del tema que nos ocupa, el problema que se plantearía en una ciudad donde, a pesar de los pasos de cebra y los semáforos, se tuviera la costumbre desde tiempo inmemorial de cruzar las calles por cualquier parte y cada peatón se considerara libre de ir a su aire. El jefe de la policía municipal se jubila y le sustituye un joven justiciero que, sin, previo aviso, de la noche a la mañana, exige a sus agentes que castiguen con multas a todo el que ose deambular a su aire. Un viejo comisario le sugiere que llene toda la ciudad con carteles en los que se anuncie la próxima exigencia del cumplimiento estricto de las normas. Las multas llueven y cunde el descontento. ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde está la verdad? Tengo tendencia a pensar que el viejo comisario es más sensato que el jefe de la policía municipal.
Tomemos el caso de Italia. Es clamoroso. Todo hace pensar que al día siguiente de la guerra -y del hundimiento del fascismo- el Partido Comunista podía tomar el poder y ejercerlo según sus criterios de entonces. Su éxito en el norte de la península inquietó enormemente a los dirigentes de la Democracia Cristiana, a quienes todo les parecía bien con tal de evitar una aventura así. Con el apoyo del Vaticano, y también de la CIA, imaginaron una estrategia con base en el sur, más sometido a la influencia de los curas. Y esta estrategia exigía una alianza con las múltiples redes, generalmente de carácter local, que dividían en zonas y organizaban la sociedad del Mezzogiorno. De este modo, se reconoció a la Mafia como socio. Y así Italia no cayó en un proceso que, en perspectiva, aparece hoy como susceptible de haberla conducido entonces al destino de Yugoslavia. ¿Quién dirá que esa elección estratégica era discutible? ¿Pero quién osará decir que ese encuentro del vicio y la virtud podía conducir a algo que no fuera la derrota de ésta, puesto que la democracia estaba cada vez más sometida a la influencia oculta de aquellos que, habiéndola salvado, exigían consideración y recompensa?
Muy sensible a los sortilegios del dinero, prisionera de una tradición de clientelismo, profesionalizada en las manos de los partidos, entrenada por la mecánica misma del sistema a servirse del dinero como de un argumento político, la democracia cayó en la corrupción con la complicidad de la casi totalidad de los notables, fueran nacionales o locales, eclesiásticos o simples civiles. ¿Escaparon los jueces, los policías, los militares? Tangentopoli se había convertido en la ciudad común y sus prácticas eran moneda corriente. El mundo sonreía. Saludemos con respeto y admiración a los que escaparon de ella. Pero el sistema se desajustó. La larga expansión económica de la península había alimentado, legitimado y enmascarado sus peligros. La droga y todas las prácticas financieras por ella inducidas, la organización de la Mafia como una vasta red autorregulada a pesar de sus querellas, la mutación del comunismo internacional, los nuevos equilibrios políticos, las nuevas condiciones de la lucha por el poder, la crisis, finalmente, vinieron a poner patas arriba lo que tan bien había marchado. Y todo se hunde ante nuestros ojos. Los jueces afirman una nueva virtud y la prensa fabrica estrellas, y la opinión pública aplaude -no por el regreso de la virtud, sino por los escándalos que hacen caer ídolos- y aparecen nuevas estrellas políticas sin pasado, ni carisma, ni programa y pasan por ser virtuosas. Es imposible encontrar un periódico italiano que no consagre cuatro, cinco o diez páginas a ese gran mercado de baratijas. Todo es como si en este final de milenio la sociedad italiana se reencontrase con las ordalías y los juicios de Dios de su lejana Edad Media.
Y se producen suicidios, consecuencia de juicios apresurados o del miedo que genera una justicia acusatoria de la que se hace alarde indecentemente. Y se cometen atentados que transforman en heroica a una magistratura a la que le correspondería más modestia. La locura ha llegado a tal extremo que todo el mundo tiene miedo, salvo el pueblo engañado, que aplaude este nuevo circo. Y los sabios se interrogan. Y el presidente de la República interviene pidiendo con solemnidad la vuelta a la mesura. No absuelve a los pecadores, hace una advertencia a una sociedad y a sus jueces, pues teme que éstos no instauren la virtud, sino la con
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