Federico Fellini / 2
Los Vittelloni
Lo de la semejanza entre el vitellone y el señorito español no acaba de convencer a Fellini."El vitellone", suspira a contrecoeur, "está pasando de moda rápidamente. Las sociedades modernas no comprenden que la ociosidad pueda concebirse en la soledad. De ahí esos terribles viajes organizados, los placeres en común, las vacaciones en masa, el amor los sábados por la noche, la tristeza del mundo. Con tus señoritos y mis vitelloni desaparecerán los últimos individualistas de la derecha. Y habrán hecho bien. Eran la prueba aún viva de la existencia de una civilización de libertad. Eran también la prueba del fin de nuestra civilización. Porque los vitelloni, aun quizás sin saberlo, eran gentes muy civilizadas. En invierno, los vitelloni -voy a seguir hablando en presente- duermen, sueñan, esperan. De pronto, en ese universo de campesinos, de bestias trashumantes y de chalanes gritones, estalla el verano, violento, triunfal, monstruoso fuego de artificio. La primavera no ha sido más que una transición sin consecuencias, un modus vivendi entre el hielo y el fuego. En Italia somos extremistas en el alma. Las transiciones son fenómenos que no nos conciernen. Sin embargo, signos anticipatorios han anunciado el formidable cambio de estaciones: mujeres muy altas, con ojos de porcelana, rubias cabelleras al viento, muslos dorados, vientres planos y pechos firmes ya se bañan en el mar glacial. Son suecas, noruegas, alemanas jóvenes, bellas, libres, en busca de la aventura cotidiana que les ofrece una vida sin trabas financieras ni morales. No se parecen en nada a las mujeres morenas y gordas que pasan por las calles de Rímini, los ojos bajos, siempre vestidas de negro, con aspecto de ser culpables de algo".
"En cuanto podía corría a la playa para observar a las extranjeras. Allí, disimulado tras una duna, las veía zambullirse en el mar gris, para después nadar hasta el horizonte. Cuando las perdía de vista se me enloquecía el corazón. Y cuando ya las creía ahogadas volvían. Siempre. Salían del mar, serenas, majestuosas, chorreando espuma, el cabello pegado a sus bellos rostros, los tobillos envueltos en algas. Cubrían sus cuerpos de aceites bronceadores, se tendían sobre la arena y permanecían durante horas inmóviles, los grandes ojos abiertos mirando el cielo. Mientras tanto, los habitantes de Rímini seguían tiritando dentro de sus abrigos".
"Un día -yo debía de tener apenas once o doce años-, cuando salía de mi escondrijo, una de ellas me vio. Levantándose de un salto se lanzó sobre mí, y cogiéndome en sus brazos como si fuera una pluma me llevó corriendo hacia sus compañeras. Yo había hundido mi rostro en su pecho. Tenía una piel dulce y cálida que olía a sal y a yodo. Apretándome contra ella, murmuraba risueña: 'Piccolo... piccolo bambino italiano... ¡come sei bello!'. En cuanto me soltó, huí, rojo de vergüenza. Cuando llegué a casa, mi madre, al verme, me preguntó si me sentía mal. Negué salvajemente. Y como mi madre insistía inventé una historia: un perro había querido morderme. Ya en mi habitación me miré en el espejo. Tenía los pómulos escarlata, grandes ojeras y los labios blancos".
"Éste es un ejemplo entre mil de los extraños efectos que suscitaba la llegada de la primavera en un honesto ciudadano de Rímini. Soñé durante años con aquella belleza nórdica que me había cogido en sus brazos. Y un buen día la encontré. Se llamaba Anita Ekberg. De inmediato le hablé como se habla a una vieja amiga. Ella lo era. Sólo que no lo sabía".
"Acabada la primavera, estallaba el verano. Centenares de hombres y de mujeres, en shorts y camisas multicolores, invadían la ciudad. Europa entera vomitaba sus vándalos sobre esa Italia bendecida por el sol. En 24 horas, Rímini se convertía en Honolulú, en Las Vegas, en cualquier cosa. Holandeses, belgas, polacos, ingleses, nos caían encima orgullosos de la libertad de sus maneras y de sus vestimentas. Por la noche, los turistas se bañaban desnudos en el mar, hacían el amor sobre la arena, se emborrachaban en las tabernas y se peleaban por extrañas razones de virilidad con el indígena ultrajado. Los ciudadanos respetables encerraban en casa a las mujeres de la familia, los curas protestaban día y noche, los comerciantes exultaban y las beatas se gastaban el pulgar a fuerza de persignarse. Durante tres meses, Rímini se velaba la faz y ganaba dinero. Porque cuando se maldice al libertinaje, pero se le da facilidades, siempre resulta rentable".
"Rímini, calentada al rojo, se tuesta al sol. El mar se ha vuelto verde, la arena blanca y el cielo inhumano. Ha llegado la hora tan esperada por los vitelloni, animal paciente si los hay. Salen de sus agujeros, la piel lustrosa, la mirada fresca, los labios glotones, las pantorrillas firmes y una estrategia estudiada en su más mínimo detalle. Han esperado a que los turistas se instalen y se aclimaten. La pesca menuda que se amontona en familia no les interesa, sino las mujeres solas y los viejos caballeros librados a sí mismos. Han esperado sobre todo la llegada de los hermosos automóviles americanos descapotables y silenciosos. Y, naturalmente, la de los yates que amarran durante varias semanas frente a la ciudad incandescente".
"La edad de los vitelloni varía entre los veinte y los cincuenta años. Pero en realidad la edad no tiene importancia. Lo que cuenta es el físico. Y, por supuesto, los recursos específicos que la naturaleza parece haber dispensado con prodigalidad a los felices habitantes de esta península. Para una inglesa harta de oír hablar de caballos, para una americana viuda de tres o cuatro maridos ricos, para una alemana ansiosa de paganismo, el italiano debe ser moreno, poseer un perfil de medalla antigua y músculos de luchador de feria. También es bueno que sepa cantar, rasguear una guitarra y enseñar unos dientes más blancos que las sábanas donde tendrá que batirse. Así que el vitellone avispado cuidará su apariencia. Sus zapatos resplandecerán como soles. Su camisa herirá la vista con su blancura inmaculada. Durante todo el verano, la madre, la hermana y a menudo la mujer o la amante del vitellone lavarán y plancharán los trapos de su hombre para que éste no desmerezca cuando lleguen las extranjeras. Te he dicho que los vitelloni pasan el invierno durmiendo y soñando. El verano no cambia gran cosa esa actitud ante la vida. Se despiertan, es verdad. Pero el sueño continúa. Un sueño patético que no alcanzará jamás la grandeza de una pesadilla. Se acuestan con viejas que les causan vergüenza y que les hablan en una lengua que no comprenden. Se pasean en maravillosos automóviles que raras veces les dejan conducir. Comen con exceso y su salud se resiente. Sus fuerzas declinan. Exhaustos, los dejan bruscamente sin la menor explicación. A veces se hacen romper la cara por un marido o un amante llegado de improviso de Dinamarca o de Bélgica. En resumen: sus aventuras son sórdidas, a veces inconfesables. El dinero -dinero menudo- ha convertido a los magníficos donjuanes en míseros rufianes. Y cuando el verano finaliza lentamente, como un gran incendio cansado de destruir, los vitelloni quedan cara a cara con sus pobres recuerdos. Recuerdos de una inenarrable tristeza que resumirán durante todo el invierno siguiente, en el café, a la hora sacrosanta del Campari soda. Esos vitelloni eran mis amigos de infancia. Siempre conservé hacia ellos una profunda ternura. Eran seres débiles que presumían de Hércules. A muchos de ellos los vi correr ciegamente hacia las peores catástrofes. Pero ningún gesto podía detener su fatal galope. Durante años los vi esperar. Esperar cualquier cosa, una carta de Norteamérica, una proposición maravillosa, un milagro que cambiara el curso de sus vidas. Durante años los oí hablar de su obsesión: partir. Partir muy lejos, muy cerca, qué importa. A Milán, a Roma, incluso -suprema audacia- al extranjero. Pero no partían jamás".
Fellini dejó bruscamente de hablar, agotado. Cuando se pone melancólico, su rostro se vuelve de una belleza curiosamente femenina. Así imaginé siempre al emperador Adriano en el crepúsculo de su juventud, a la hora grave de los recuerdos.
Me mira y sonríe. Tiene la telepatía fácil. No pierde jamás el hilo conductor de las ideas de otro. Está siempre unos segundos adelantado a la menor pregunta.
-Ya sé, ya sé... Crees que hablar del pasado me trastorna. Pues te equivocas. El tiempo pasado no existe. El futuro tampoco, puesto que la muerte nos acecha a cada minuto que pasa. Sólo cuentan las 24 horas del día que vivimos. Mis recuerdos sólo son música antigua. Como la de Bach. Pertenece al mundo de lo irreal. Nadie puede hacer música de Bach. El tampoco. Pero no lo sabía y la hizo.
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