Programa
El otro día pasé junto a una chabola donde había dos perros sarnosos, varios niños famélicos, un padre alcoholizado, una madre embarazada y tres gallinas. Convivían en nueve metros cuadrados entre cacharros cochambrosos y en medio estaba encendido un televisor que emitía un programa de humor. Tal vez en una saleta íntima del palacio de la Zarzuela el Rey y la Reina, el príncipe y las infantas estarían viendo ese mismo programa y las carcajadas regias serían idénticas a las que soltaba esta familia de quincalleros. La televisión, corno la guadaña de la muerte, a todos nos iguala. Pensé que el filósofo Aranguren, el cardenal primado, el asesino de las niñas de Alcásser, el duque de Alba, el último porquero de Puerto Hurraco, el jefe del Alto Estado Mayor, los presos de la quinta galería de Carabanchel, el banquero Botín y todos los mendigos recogidos en el albergue municipal reían a coro igualmente y a través de las imágenes estos espectadores tan dispares formaban una comunidad espiritual, ya que sus cerebros eran devastados todos juntos por un mismo payaso. Para ver la televisión hay que ser un demócrata. Puede uno haber estudiado en Harvard y ser un aristócrata de la física matemática, pero cada noche este sujeto tan exquisito tiene una cita inconfesable con el idiota más casposo ante el televisor y como la convivencia entre dos siempre se establece por el nivel más bajo es el idiota el que impone el gusto. El profesor de Harvard se moverá como el bujarrón que busca un amante ominoso entre los contenedores del puerto y cuando lo encuentre se abrazará a él para ver juntos uno de esos programas en que a alguien le dan un millón por saber los afluentes del Ebro y todo el mundo aplaude. La televisión ofrece el mismo pasto para todo el mundo. Ante ella se sientan Jack el Destripador y san Francisco de Asís. La cultura de este tiempo consiste en dejar satisfechos a los dos a la vez, de modo que uno meta publicidad de sus navajas y el otro ponga un anuncio de comida para lobos.
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