La sombra del águila (7)
La resaca del príncipe Rudolfkovski
ResumenCampaña de Rusia, 1812. A las puertas de Moscú, un batallón de ex prisioneros españoles, capturados en Dinamarca y enrolados a la fuerza en la Grande Armée napoleónica, intenta pasarse al enemigo. Desde su puesto de mando, Napoleón interpreta erróneamente el movimiento como un ataque heroico, espontáneo y suicida, y ordena una carga de caballería en su socorro. Desesperados, los españoles intentan ser hechos prisioneros por los rusos.
Durante mucho tiempo, los historiadores militares han intentado explicarse lo que ocurrió en Sbodonovo, sin resultado. Sir Mortimer Flanagan, el famoso analista británico, afirma que se trató de una brillante improvisación táctica de Napoleón, la última chispa de su genio militar antes de extinguirse en Moscú y en la desastrosa retirada de Rusia. Por su parte, el francés Gérard de la Chauvinière plantea las cosas desde otra óptica más limitada, o sea casera, atribuyendo a Murat el exclusivo mérito en la acción de Sbodonovo y evitando mencionar, incluso, la presencia del segundo batallón del 326 de línea en la batalla. Sólo en la correspondencia privada del mariscal -Leloup -dirigida a su amante, la conocida soprano Mimi la Garce- se encuentra una irrefutable prueba del papel desempeñado por los españoles, cuando el mariscal escribe "Ies sanglots longs des baïonnettes des espagnols blessent les russes d'une langueur monotone", en clara alusión al asunto. Más explícito se muestra en sus memorias el mariscal Eristoff (De Borodino a Pigalle, San Petersburgo, 1830), que reconoce sin rodeos el importante papel jugado por los españoles en los acontecimientos de la jornada, sobre todo cuando el viejo león escribe aquello de: "En Sbodonovo, el 326 de línea nos jodió bien".Y ahora pónganse ustedes en el lugar de los rusos. Tres o cuatro regimientos formados en perfecto orden a las puertas del pueblo, inactivos durante toda la mañana porque ya se habían encargado las baterías artilleras y la caballería cosaca del maltrecho flanco derecho francés. Unos cuatro o cinco mil hombres tumbados en la hierba viendo los toros desde la barrera, fíjate, VIadímir, la que les está cayendo a los herejes, eso para que aprendan a invadir lo que no deben; Dios salve al zar y todo eso. Dame cartas. A ver, la sota de copas. Vaya día llevas, tovarich. Acabas de ganarme otro rublo. ¿A qué hora dices que sirven el rancho? Y los oficiales, tres cuartos de lo mismo, cómo lo lleva, conde Nikolái, bien, gracias. Estaba yo acordándome de aquella velada en San Petersburgo, en casa de Ana Pavlovna, junto a la princesa Bolkonskaia. Exquisito caviar, vive Dios. Lástima de inactividad, Borís, aquí toda la mañana con nuestros artilleros haciendo el trabajo y nosotros mano sobre mano, sin poder cubrimos de gloria. A ver cómo diantre vuelvo yo a San Petersburgo sin un brazo en cabestrillo o un heroico vendaje en torno a la cabeza para lucir en el palacio de la gran duquesa Catalina. Así no hay quien se coma una rosca por muy bien que uno baile el vals. -
Y ése era el panorama a las puertas de Sbodonovo, con el pueblo ardiendo un poco al otro lado, hacia el vado del Vorosik, pero en esa parte estaba tranquilo, todo bajo control de los Iván. Hasta el príncipe Rudolfkovski, que mandaba la división, se había bajado del caballo y echaba una siestecita bajo un abedul. Ése era el panorama, repito, cuando de pronto empezó a oírse algo de barullo por la parte de los cañones. Entonces el príncipe Rudolfkovski, que por cierto era primo segundo del zar Alejandro, abrió un ojo y requirió a su ordenanza, el fiel Igor:
-lgor, ¿qué ocurre?
-No lo sé, padrecito -respondió el subalterno.
-Pues echa un vistazo, imbécil.
Quizá si el príncipe Rudolfkovski hubiese echado el vistazo personalmente habría cambiado el curso de los acontecimientos, pero vaya usted a saber. De hecho, Rudolfkovski dormía la siesta porque la noche anterior había estado despierto hasta altas horas beneficiándose a una robusta campesina a la que sus dragones habían descubierto oculta en un pajar de Sbodonovo. Además, al príncipe se le había ido un poco la mano con el vodka, cuyo consumo excesivo solía producirle una espantosa jaqueca. El caso es que el fiel Ígor Igorovich pasó junto a los oficiales del Estado Mayor de Rudolfkovski, que charlaban en un grupito, y se acercó a echar un vistazo a la parte de los cañones. La familia del fiel Igor había servido a la familia Rudolfkovskaia desde tiempo inmemorial, y cada vez que un Rudolfkovski defendió a sus zares en un campo de batalla, hubo junto a él un Igorovich para limpiarle las botas y echarle agua caliente en la bañera. Lo cierto es que el príncipe no era demasiado duro con su leal siervo, y sólo lo azotaba por faltas muy graves, como plancharle mal el cuello de una camisa, no bruñirle la hoja del sable de modo conveniente, o retrasarse en las marchas en vez de correr junto a su estribo derecho con una botella de champaña razonablemente frío a mano. Por lo demás, el príncipe Rudolfkovski era un amo justo y cabal. Quizá por eso, cuando el fiel ígor anduvo un cuarto de versta más y le echó un vistazo a lo que, ocurría donde los cañones rusos, se detuvo un momento, miró hacia el lejano abedul donde el príncipe Rudolfkovski dormía la mona, y soltando una extraña risita entre dientes puso pies en polvorosa.
Así que las primeras señales de lo que iba a ocurrir llegaron un poco más tarde, cuando los cuatro o cinco mil rusos que holgazaneaban sobre la hierba vieron aparecer, de pronto, una compacta fila de uniformes azules que se dirigía hacia ellos a la carrera y pegando unos gritos que helaban la sangre. Mucho se ha discutido después de la reacción de los ruskis, pero en esencia fue del tipo anda, VIadlimir, qué cosa más rara, por ese lado debían estar nuestros artilleros y resulta que aparecen otros con uniforme azul, yo creía que iban de verde los nuestros, te vas a reír pero por un momento he creído que eran franceses, fíjate, si hasta la bandera parece francesa, estoy de lo más tonto esta mañana, cómo van a ser franceses si están hechos polvo en el flanco derecho. El caso es que, bien mirado, esa bandera no parece nuestra, ¿verdad? Oye, pues ahora que lo dices, tampoco eso que gritan me suena a ruso. Vaspaña, algo así como Vaspaña, pero francés tampoco es. A ver. Espera. Trae el catalejo. Hostia, Vladímir. Los franceses.
Unos dicen que gritábamos Viva España y otros que Vámonos a España, pero el caso es que los cuatrocientos, o lo que quedaba de nosotros, desembocamos en la llanura frente a Sbodonovo a la carrera, con las bayonetas por delante y la furiosa energía que te proporciona la desesperación. Mucho se discutió después el asunto, y la mayor parte coincidimos en afirmar que pretendíamos caer prisioneros para terminar de una vez, antes de que los húsares y los coraceros de Murat volviesen a cargar a nuestro lado creyendo ayudarnos contra los ruskis. Es cierto que los cañones de los Iván nos habían hecho sufrir mucho y todavía íbamos muy calientes a pesar de haber empitonado a los artilleros, pero la verdad es que al llegar a la llanura nuestra intención era continuar hasta las filas rusas y allí dentro, una vez a salvo de nuestra propia caballería, arrojar las armas. El problema fue que los Iván se lo tomaron por la tremenda y mantuvieron el equívoco, o sea, desde su punto de vista nadie ataca así, en línea recta y a la bayoneta, a puro huevo, si no lo tiene muy claro. Así que espérame un momento, VIadímir, que ahora vuelvo, sí, a retaguardia voy. A por tabaco.
Cuatro mil hombres salieron por pies ante cuatrocientos. Es un espectáculo que no se dio con frecuencia en la campaña de Rusia. El movimiento de pánico se propagó como una ola, y las primeras filas echaron a correr. Las segundas filas ruskis hicieron lo mismo al pasar junto a ellas las primeras, y los de las últimas, que vieron a toda la vanguardia dar la vuelta y venírseles encima, se volvieron, atropellándose unos a otros, desbordados los oficiales, y salieron zumbando hacia Sbodonovo, maricón el último, metiéndose por las calles del pueblo en dirección al río y al puente de la carretera de Moscú. Y nosotros corriendo detrás, esperad, tontolnabos, aquí hay un malentendido, pero claro; en eso que algunos rusos se vuelven y nos descerrajan unos cuantos tiros, y a Manolo el maño y a Paco el sevillano los dejan secos en plena carrera, y empezamos a cabreamos mientras vemos caer a unos cuantos más, colegas de los tiempos de Dinamarca, tiene guasa escaparte de unos y de otros para que un tovarich te pegue un tiro a última hora. Y en esto que llegamos junto a un abedul para damos de boca con un ruski lleno de cordones y medallas y entorchados, con cara de resaca y pinta de mandar mucho,
que no para de preguntar por un tal Ígor, vete tú a saber quién coño es el Ígor le las narices. Total, que el sargento Lucas intenta explicarle que nos rendimos, pero el otro dice algo de que los Rudolfkovski mueren pero no se rinden. Lucas, que es un buenazo, intenta explicarle pacientemente que no, mister, que quienes nos rendimos somos nosotros, aquí, españolski tovarich, a ver si te enteras. Napoleón kaput, nosotros querer ir a España, ¿capito? 0 sea, que finí la guerre. Pero el ruski mira alrededor, ve toda su tropa corriendo como conejos y a nosotros tiznados de humo, con las bayonetas manchadas de sangre de los artilleros que acabamos de cepillarnos allá atrás, y se cree que le estamos vacilando, o sea, estos hioputoskis quieren quedarse conmigo. Así que saca una pistola y le descerraja al sargento Lucas un tiro a bocajarro, pumba, que le chamusca las patillas, menos mal que el Iván tenía el pulso fatal aquella mañana. Y claro, Lucas se cabrea y ensarta al ruski en el abedul de un sablazo, para que aprendas, gilipollas, que no se puede ir de buena fe, hay que joderse, chavales, con aquí el capitán general. Y eso que se lo he dicho bien clarito. A todo esto, los Iván que pasan por ahí diciendo que nos hemos cargado al príncipe Rudolfnosequé, y todos venga a correr más todavía, y en éstas llegamos ya a las primeras casas del pueblo, con los rusos cruzándolo a toda prisa hacia el puente y la carretera de Moscú, o sea, entrando por un extremo y saliendo por el otro como si fueran a hacer un recado, a toda leche. Y en todo ese trajín no mantiene la calma más que la reserva de caballería cosaca, a la que alguien ordena que cubra la retirada. Así que en ese momento, cuando los del 326 vamos corriendo tras los rezagados rusos por la calle principal, todavía con intención de encontrar a alguien a quien rendimos, vemos aparecer dos escuadrones cosacos cargándonos de frente, sables en alto, atiza Gorostiza, ésos no huyen sino que atacan. Y nos miramos unos a otros para decirnos hasta aquí hemos llegado, compadres, vete a explicarles nada a éstos. Se acabó lo que se daba.Total, que llegamos sin aliento a la calle principal de Sbodonovo y nos caen encima doscientos y pico jinetes cosacos haciendo molinetes con los sables y las lanzas, y el capitán García se da cuenta de la situación y nos ordena formar para fuego por secciones porque aquí no hay tovarich que valga, hijos míos, así que ya nos rendiremos otro día. Y tenemos el tiempo justo de escalonamos cosa de la mitad del 326 en la calle, mientras la otra mitad se reagrupa detrás con la lengua fuera, y ya tenemos a los cosacos a treintavaras y García que se planta a la derecha, sable en mano, y el teniente Arregui a la izquierda, tres cuartos de lo mismo, y cuando los cosacos están a quince varas García va y ordena primera descarga a los caballos, hijos míos, endiñársela por lo bajini para taponarles la calle a esos hijoputas. Y los de la primera fila, arrodillados, nos llevamos el fusil a la cara diciendo madre santísima, de ésta no salimos ni hartos de sopa.
-Primera sección, ¡fuego!
García los tiene bien puestos, las cosas como son. Y es un profesional. La primera descarga abate una veintena de caballos formando un obstáculo para los jinetes que vienen detrás:
-Segunda sección, ¡fuego!
Ahí va eso. La segunda sección dispara sobre nuestros chacós mientras los de la primera seguimos las órdenes del teniente Arregui, primera sección, rodilla en tierra, carguen. Y tú vas, muerdes el cartucho, lo metes en el cañón caliente, ahora la bala, golpe de baqueta y otra vez el fusil a la cara mientras los de la segunda, ya arrodillados también a tu espalda, cargan a su vez. Ahora son los de la tercera fila los que apuntan sobre nuestras cabezas!
-Tercera sección, ¡fuego!
Toma candela, Iván. Tres descargas en quince segundos, plomo barriendo la calle principal, patas y relinchos por el aire, cosacos por el suelo a un palmo de nosotros, angelitos al cielo. Pero siguen llegando más y más cuyos caballos tropiezan, se encabritan sobre los caídos. La voz ronca del capitán García, no es para menos lo de ronca, con la mañana que lleva, se alterna con la del teniente Arregui mientras seguimos soltando descarga tras descarga:
-¡Tercera sección, carguen armas!
-¡Primera sección en pie! ¡Apunten! ¡Fuego!
El humo de pólvora negra empieza a cubrir la calle y las andanadas parten a ciegas, hacia el lugar de donde vienen los alaridos y los relinchos, fusilando a los cosacos a bocajarro.
-¡Primera sección, rodilla en tierra, carguen armas!
-¡Segunda sección, en pie! ¡Fuego!
-¡Segunda sección, rodilla en tierra! ¡Carguen armas!
-¡Tercera sección, en pie! ¡Fuego!
Así cinco minutos. Ahora ya no se ve nada de nada, y todos estamos dentro de una humareda oscura y acre, disparando contra un muro de niebla del que brotan alaridos, lamentos, detonaciones. La pólvora negra quemada se mete por las narices y aturde los sentidos, y ya no sabes dónde diablos estás, y tu único contacto con la realidad son las voces que te llegan, el capitán García de la derecha, el teniente Arregui de la izquierda, diciéndote que cargues y dispares, que cargues y dispares. Y el otro contacto real es la culata, el gatillo, la baqueta del fusil que te quema las manos al tocar el cañón, donde hasta la bayoneta parece al rojo. Y entonces, de pronto, unos jinetes cosacos consiguen llegar hasta nuestra izquierda, y hay fogonazos y alaridos y chas-chas de sablazos que dan en blando, y la fila parece estremecerse por ese lado y el teniente Arregui ya no dice nada y no vuelves a oírle más, y es García quien te dice ahora que cargues y dispares, en pie o rodilla en tierra, que cargues y dispares. Y después oyes su voz, un grito descarnado y ronco, ordenando al ataque, a la bayoneta, que vamos de una vez a terminar con esos ruskis de mierda. Y a tu lado notas que los compañeros, a los que tampoco ves, se mueven contigo, adelante, y aúllan vamos a por ellos a masticarles los hígados, cagüentodo, rediós y la virgen santa, y aprietas fuerte el fusil con la bayoneta y corres entre la niebla oscura de la pólvora, y tropiezas con cuerpos de caballos, y de hombres, unos inmóviles y otros agitándose cuando trepas por encima de ellos, cuando escalas el montón y distingues brillos de acero entre la humareda espesa, y percibes sombras que también gritan en otra lengua, y tú empiezas a clavar la bayoneta en todo cuanto se te pone por delante, ¡Vaspaña! ¡Vaspaña!, y nuevos fogonazos de pólvora te chamuscan la cara, pero tú sigues adelante entre patas de caballos y cuerpos de hombres que se debaten ante ti, ¡Vaspaña!, ¡Vaspaña!, y entre golpe y golpe de bayoneta tienes la visión fugaz de la cara de un crío que te espera en alguna parte, de una silueta de mujer que llora mientras te vas camino abajo, o el rostro de tu madre junto al fuego, cuando eras zagalico. ¡Vaspaña! O a lo mejor esas imágenes no son tuyas, no te pertenecen a ti sino a la memoria de los hombres que tienes enfrente, y tú se las vas arrancando a tajos de bayoneta.
Por fin la niebla empieza a disiparse y sigues corriendo con la garganta en carne viva de gritar, y el cuerpo destrozado de fatiga, hasta llegar a la otra punta del pueblo. Entonces te apoyas en el pretil de un puente hacia el que convergen por ambos lados muchos jinetes con gran estruendo de cascos y trompetas. Y ya te dispones a levantar la bayoneta para acuchillarlos también y llevarte lo que puedas por delante antes de ir a Dios y descansar de una puñetera vez, cuando te, das cuenta de que son coraceros y húsares franceses, de tu bando, si es que a estas alturas puedes todavía sentirte en bando alguno, y que te aclaman entusiasmados porque acabas de cruzar Sbodonovo de punta a punta, haciendo huir a cuatro regimientos rusos y aniquilando a dos escuadrones cosacos. (Continuará)
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