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La sombra del águila Capítulo 2

El 326 de Línea:

Hasta ese momento habíamos tenido suerte: las granadas rusas pasaban altas, roncando sobre nuestros chacós, con una especie de raas-zaca, parecido al rasgarse de una tela, antes de reventar con un ruido sordo, primero, y algo parecido a una pila de objetos de hojalata, cayéndose después. Cling clang. Hacían como cling clang, y eso era lo malo, porque en realidad el ruido lo levantaba la metralla saltando de aquí para allá. Muy desagradable. Y aunque no habíamos tenido aún impactos directos sobre la formación, de vez en cuando alguno de nosotros lanzaba un grito, llamaba a su madre o blasfemaba, yéndose al suelo con una esquirla en el cuerpo. Poca cosa, de todos modos; apenas seis o siete heridos que, en su mayor parte, se incorporaban, cojeando, entre las filas. Era curioso. Otras veces, al primer rasguño que justificara el asunto, cualquiera de nosotros se quedaba tumbado, dispuesto a quitarse de en medio. Pero aquella mañana, en Sbodonovo, nadie que pudiera tenerse en pie se quedaba atrás. Hay que ver lo que son las cosas de la vida.Había un humo de mil diablos, y nos estrechábamos cada uno contra el hombro del compañero, apretando los dientes y con las manos crispadas en torno al fusil con la bayoneta calada que sosteníamos ante nosotros. Raaszaca-bum-cling-clang. Una y otra vez, y cada cual procurando mantener el paso y la formación con lo que estaba cayendo. Varias filas por delante veíamos el sombrero del capitán García, buen tipo, un chusquero valiente, pequeñajo y duro como la madre que lo parió, de Soria, con aquellas patillas enormes, de boca de hacha, que casi le tapaba la cara. Raas-zaca-bum-clingclang. Llevaba el sable el alto y de vez en cuando se volvía a gritarnos algo, pero con aquel jaleo no se oía una puñetera mierda, mi capitán; lo único que teníamos claro era dónde íbamos y para qué. A esas alturas suponíamos que los franchutes y los rusos, y hasta el emperador. de la ' China, habrían visto ya nuestra maniobra y que algo tenía que pasar, pero con tanto humo y tanta leche no había forma de saber lo que ocurría alrededor. De todas formas, los artilleros rusos seguían tirando fatal, y nosotros, el 326 de Línea, agradecíamos el humo que nos protegía un poco de vez en cuando.

Raas-zaca-bum. Tanto va el cántaro a la fuente. Cling clang. La primera granada que nos acertó de lleno hizo un agujero en el ala izquierda de la formación y convirtió en casquería fina al cabo Peláez y a dos fulanos de su escuadra. Pobre Peláez. Todo aquel largo camino, de Écija a Dinamarca por la antigua ruta de los Terciós, y la encerrona de Seelandia, y el campo de prisioneros, y toda Europa a pinrel para terminar palmando frente a Sbodonovo como un idiota, con el Enano y sus mariscales allá atrás en la colina mirándote por el cata lejo. En julio de 1808, cuando el primer motín de la División del Norte contra las tropas francesas, fue Peláez quien le voló el cerebro de un pistoletazo al coman dante Lecon, el gabacho adjunto, que era un perfecto cantamañanas. Habían llegado órdenes de Bernadotte y Ponte corvo para que los 15.000 españoles des tacados en Dinamarca jurásemos lealtad a Pepe Botella, o sea, José Napoleón, hermano del Petit Cabrón, y varios de los regimientos dijeron que ni hasta arriba de jumilla. Que ellos no querían me terse en líos, pero que eran españoles, y los franchutes verdes las habían segado. Déjennos volver a España y que cada pe rro se lama su propio órgano, mesié, dicho en fino, o sea. Así que cuando Dufour se puso a damos el cante con su acento circunflejo, es decir, "peggos espagnoles, tgaidoges, jugageis fidelidad al Empegadog y al gey de Espagna Gosé Bonapagte o seggeis fusilados", y el coronel Olasso, que era un poco para allá, o sea, afrancesado, dudaba entre una cosa y otra; Peláez solucionó la papeleta yéndose derecho a Lecon y alumbrándole la sesera sin decir esta boca es mía, y al coronel se le quitaron las dudas de golpe. En el momento oportuno, no hay nada como un buen pistoletazo a bocajarro. Es mano de santo.

Raas-zaca-bum-cling-clang. Allí seguían los cañones rusos dale que te pego, y nosotros, cada vez más cerca. El pobre Peláez se iba quedando atrás, charcutería fresca entre los maizales quemados, y había llovido mucho desde el follón de Dinamarca. Ustedes no están en antecedentes, claro, pero en su momento aquello dio mucho de que hablar. Podría resumirse la historia en pocas líneas: Godoy lamiéndole las botas al Enano, Trafalgar, alianza hispano-francesa, quince regimientos españoles destacados en Dinamarca bajo el mando del marqués de La Romana, 2 de mayo en Madrid y resulta que los aliados se convierten en sospechosos. Y el emperador, con la mosca tras la oreja.

-Vigílemelos, Bernadotte.

-A la orden, Sire.

-Esos hijoputas ya son difíciles como aliados, así que cuando sepan que les estamos arcabuceando a los paisanos para que los pinte al óleo ese tipo, Goya, figúrese la que nos pueden liar.

-Me lo figuro, Sire. Gente bárbara, inculta. Vuestra Majestad sabe lo que necesitan: un rey justo y noble, como vuestro augusto hermano José.

-Deje de darme coba y mueva el culo, Bemadotte. Le hago a usted responsable.

Fue más o menos así. A todo esto, nosotros estábamos dispersos un poco por aquí y por allá guarneciendo Jutlandia y Fionia. Había pasado ya el tiempo feliz de las cogorzas de ginebra y las Gretchen rubias, de caderas confortables, que nos revolcábamos -a menudo ellas a nosotros- en los pajares locales. Ahora se olía próxima la chamusquina, las Gtetchen se encerraban en sus casas con los legítimos, y los barcos ingleses patrullaban la costa sin que nosotros tuviésemos muy claro si había que darles candela cumpliendo órdenes o pedirles que nos recibieran a bordo para ir a España. El caso es que a partir de mayo los gabachos empezaron a desconfiar de nuestros contactos con los británicos. Que si usted le ha enviado un mensaje a aquel barco inglés. Que a usted qué coño le importa, Duchamp, lo que yo envíe o deje de enviar. Que si tal y que si cual, mondieu. Que yo me carteo con quien me da la gana. Que si su honor de soldado, Magtinez. Que si me voy a tener que ciscar en tus muertos, franchute de mierda. Total. Empezaron a detener oficiales, a desarmar unidades y a exigirnos juramento de lealtad, que a esas alturas era como pedirle peras al olmo. En vista del panorama, La Romana nos hizo jurar que permaneceríamos fieles a Fernando VII y que íbamos a intentar llegar a España como fuera, para ajustarles allí las cuentas a los gabachos.

-Nos abrimos, López. Disponga la evacuación.

-A la orden, mi general.

-Hay que largarse con lo puesto y de prisa, así que avise a los jefes y oficiales. El plan es capturar Langeland y con-

La sombra del águila

centrar en la isla a nuestros 15.000 hombres para embarcar en la flota inglesa y salir por pies.-Espero que los británicos cumplan su palabra, mi general. -Eso esperamos todos. Sería muy incómodo liar la que vamos a liar para quedarnos en tierra. Viva España, mi general.

-Que sí, que viva. Pero espabile.

Fue bonito para quienes lo lograron. Nos hicimos con Langeland en un golpe de mano y todas las unidades dispersas por la costa danesa recibieron orden de acudir allí como quien acaba de patear un avispero. Los primeros, en llegar fueron los del Batallón Ligero de Barcelona -parecía que lo hubieran olido, los tíos- y siguieron otros, infiltrándose entre las líneas y guarniciones francesas, desarmando a sus adjuntos gabachos y a las tropas danesas que no se quitaban de en medio. En varias ocasiones hubo que aplicar sin contemplaciones el sistema Peláez; mas el caso fue que entre el 7 y el 13 de agosto, en una de las mayores evasiones de la historia militar -el tal Jenofonte sólo se largó de Persia con 810 hombres más-, 9.190 españoles lograron llegar a Langeland para embarcar en los buques ingleses. Pero otros 5.175 nos quedamos a medio camino: los regimientos de Guadalajara y Asturias -apresados por los daneses en Seelandia tras el motín donde Peláez disparó su pistoletazo-, el regimiento del Algarve -atrapado en la ratonera de Jutlandia-, el destacamento que el mariscal Bernadotte tenía incorporado a su guardia personal, los heridos y los rezagados, amén de algunas pequeñas unidades que, como la nuestra, la sección ligera del Regimiento montado de Villaviciosa, tuvieron mala suerte. cierto es que los de la Ligera estuvimos a punto de conseguirlo. Llegamos a la costa con el resto del regimiento y los daneses y los mondieus pegados a los talones, bang-bang, y todo el mundo corriendo, maricón el último, para averiguar que los barcos daneses en los que íbamos a atravesar el brazo de mar hasta la isla se habían rajado, dejándonos sin transporte. Nuestros antiguos aliados estaban a punto de echarnos el guante como a los compañeros del regimiento del Algarve, abandonados por sus jefes y conducidos hasta el embarcadero por un oscuro capitán con muchas agallas, el capitán Costa, donde tuvieron que rendirse -después de que Costa se pegara un tiro- cercados por los franchutes y sus mamporreros daneses. A nosotros estaba a punto de ocurrirnos lo mismo, pero nuestro coronel, Armendáriz, que a pesar de ser barón los tenía bien puestos y no estaba dispuesto a pudrirse en un pontón gabacho, ordenó echar los caballos al agua y cruzar el canal nadando, agarrados a las crines y a las sillas. Y allá fue el regimiento. Algunos se ahogaron, otros fueron alejados por la corriente, o les fallaron las fuerzas. Nosotros, los de la sección ligera, recibimos la orden de sacrificarnos para proteger a los camaradas. Hay que joderse. Nos quedamos a regañadientes allí, en la playa, cubriendo la retaguardía, aguantando como pudimos más por el qué dirán que por otra cosa, peleando a la desesperada hasta que la mayor parte del Villaviciosa estuvo a salvo en la isla. Entonces, los pocos de nosotros que sabían nadar echaron a correr para tirarse al agua con los últimos caballos, a probar suerte, aunque de éstos ya no llegó ninguno. El resto hicimos de tripas corazón, levantamos los brazos y nos rendimos.

Fuimos a Hamburgo, a inaugurar un campo de prisioneros nuevecito y asqueroso, para comemos cuatro años a pulso, con otros infelices deportados de la guerra de España. Tiene gracia. Después, cuando Napoleón se cayó con todo el equipo, los alemanes juraban y perjuraban que ellos siempre estuvieron contra el Petit Cabrón. Pero había cantidad de ellos en el Ejército gabacho. En Hamburgo, sin ir más lejos, nos vigila ban centinelas alemanes y franceses, y cuando alguno de nosotros lograba evadirse, eran los vecinos de los pueblos cercanos los que muchas veces nos denunciaban, o nos devolvían al campo a pata das en el culo. Ahora tengo entendido que nadie recuerda que haya habido nunca un campo de prisioneros españoles en Hamburgo, y es que los Fritz son estupendos para el paso de la oca, pero andan siempre fatal de memoria. En fin. El caso es que estábamos bien jodidos en nuestro campo de prisioneros cuando, en 1812, al Enano va y se le ocurre invadir Rusia. Cuando se preparan invasiones a gran escala, la carne de cañón se cotiza bien, así que los veteranos de la División del Norte que habíamos sobre vivido al frío, el tifus y la tuberculosis, tuvimos nuestra oportunidad: seguir pudriéndonos allí o combatir en la santa Rusia con uniforme gabacho. Dos mil y pico preguntamos dónde había que firmar. Después de todo, de perdidos al no.

En cuanto a ríos,- con la Grande Armée habíamos terminado vadeando unos cuantos. Rusia estaba llena de rusos que nos disparaban y de malditos ríos donde nos mojábamos las botas. Ante Moscú, el último era aquel Vorosik que circundaba en parte Sbodonovo, por cuyo vado seguían colándose los escuadrones de cosacos que tenían el flanco derecho francés hecho una piltrafa, mientras en su colina del puesto de mando, el Petit nos miraba admirado por el catalejo preguntándole a Dupont quién coño eran esos tipos estupendos que, a pesar de lo que nos estaba cayendo encima, avanzábamos imperturbables, en perfecto orden, hacia las líneas enemigas.

Y, sin embargo, la respuesta era sencilla. En medio del desastre del flanco derecho del Ejército napoleónico, cruzando los maizales batidos por la artillería rusa, en formación y a paso de ataque, los cuatrocientos cincuenta españoles del 326 de Línea no efectuábamos, en rigor, un acto de heroísmo. Para qué vamos a ponemos flores a estas alturas de la mili y del asunto. La cosa era mucho más simple. Ningún herido que pudiera andar se quedaba atrás, y avanzábamos en línea recta hacia las posiciones rusas porque estábamos intentando desertar en masa. Aprovechando el barullo de la batalla, el 326, en buen orden y con las banderas al viento, se estaba pasando al enemigo. Con dos cojones.

(Continuará)

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