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Tribuna:Folletín de un año largo
Tribuna
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El verano feliz Capítulo 1

Aquel verano éramos felices. Nuestro tren de alta velocidad corría por las estepas calcinadas y traspasaba las estaciones evacuadas; llevaba en él a una juvenil y bonita familia de Borbones hacia una nueva Sevilla, donde pequeños oasis de agua pulverizada y follaje como nórdico vencían al terrible calor moruno; y ya estaba impaciente -aquella familla- por correr hacia el Mediterráneo y saltar de júbilo, olvidando el viejo protocolo de cuando la corte era seca y antigua (la corte, sí; los Borbones nunca lo fueron), cada vez que nuestros grandes atletas subían a los podios de los Juegos Olímpicos a recoger su recaudación de medallas; y esos mismísimos Borbones recibían aplausos y vítores en el corazón de Cataluña, donde resonaba la Marcha real que sus antepasados convirtieron en himno nacional.¡Qué gran verano! Del Madrid Cultural se habló, pero apenas se vio; Madrid fue cultural cuando quiso, en algún que otro Siglo de Oro; aún volvió a serlo cuando lloraban los laureles militares en el Noventa y Ocho del Desastre y en el Monte Arrult de la ruina africana; y en el cántico que nunca mas cesaría de los del Veintisiete, en las vísperas de la guerra civil que les iba a matar y dispensar en plena gloria. Pero esta vez no pudo serlo: no le salía la cultura a toque de alcalde; y menos al de éste, el pétreo Álvarez del Manzano, y de su lugarteniente, heredero del joseantoniano orden de los puños y las pistolas: el lúgubre Matanzos, tan de derechas que hasta la derecha le tuvo que borrar en este tiempo sorprendente: para que no se notase tanto quiénes son y dónde quieren ir.

¡Éramos felices! Y ricos, y enormemente europeos. Mas aún: mundiales. Habíamos servido también en la guerra del Golfo, y la habíamos ganado. No era el tonelaje de la fragatilla Extremadura, ni el número de los marineros que desfilaron después por Manhattan -una docena les representó- bajo el confeti de papel cortado de las guías de teléfonos; era el hecho de formar parte del nuevo orden. Nadie iba a recordar que nuestros soldados no debían salir de España, según los términos de un famoso referéndum que dio otra felicidad a nuestros tenaces gobernantes: habían ganado la guerra y, por tanto, nadie iba a discutir su participación incruenta. Y nadie volvió a recordarlo cuando salió el legionario hacia, Bosnia; el novio de la muerte, el mito español fundado por Millán Astray y por Franco, cuya bizarría inquietaba incluso a las poblaciones civiles de las ciudades donde se le estacionaba y en las que estaba casi solo, aislado en sus campa mentos, a la espera de la difícil disolución del cuerpo. El legionario mostraba que aún le quedaba mucho por ha cer en la vida y en la historia: ser el portador de la paz y saltar de la canción ligera al gran himno beethoveniano del mundo: los hombres de la ONU. "Nuestros héroes de guerra", les ha llamado Hermann Tertsch en nuestro periódico, en el bonito y, creciente colorín. Como los guardias civiles, enviados en lanchas al Danubio para bloquear a Serbia y que no agrediese a Croacia, cuestión fundamental por aquellos tiempos. Salieron los Guardias Civiles de la Mar -una bella denominación creada por este mismo régimen- del Estrecho, donde debían bloquear a las pateras: otra palabra, no nueva, pero sí nacionalizada, sacada de la mar chica, para darle otra significación universal. Barcas casi lisas, casi bandejas, o patenas, en las que el moro quería volver a Andalucía; y el africano negro, y toda la inmensa banda de los hambrientos, miserables, desesperados de la vida. La marcha oscura. Recordábamos cómo, en otros tiempos, fueron los españoles los que iban por los senderos de cabras de los Pirineos, o en autobuses disfrazados de turismo que dejaban a nuestros muchachos -sobre todo a las chicas: para servir- en la noche clandestina del bosque de Bolonia; y ya habían cambiado tanto el tiempo y la costumbre que esta vez eran otros los que querían venir hacia nosotros a buscar trabajucos, a las que debían ser tierras de pan y cobijo. Todavía les es tamos dando caza, y todavía estamos en las reuniones del Grupo de Trevi y en las del de Schengen, donde tan importante papel estábamos ya desarrollando, para hacer estancas nuestras fronteras. ¡Pobres de nosotros! ¿Cómo íbamos a ensancharlas para los demás si todavía existen para nosotros mis mos? Pero esto es ya de la crónica pos terior, de cuando vino el mal de ojo y se extendió la nube oscura.

Aún en aquel entonces, en el largo y cálido verano pasado, según el título lujurioso de Tennessee Williams, el presidente del Gobierno mostraba la Expo (con un apóstrofo, Expo', para cubrir i sílabas elididas) y los Juegos y el tren a los grandes de este mundo, y a nosotros mismos, como algo que desmentía la vieja leyenda: éramos, ya, capaces de organizar: la misteriosa mezcla de exactitud, orden, coordinación, que se nos escapó durante siglos, nos había tocado ya con su gracia. Recordaba él otra gran hazaña sucedida años atrás: la conferencia mundial sobre la paz en el Oriente árabe-judío nos fué encargada a última hora; y en un pispás de tiempo ya estaban los salones preparados, las telefonías dispuestas, y la enérgica y discreta policía guardaba entradas y salidas y protegía a los jefes de Estado más codiciados del mundo por las fauces terroristas. Se llamaría, para siempre, Conferencia de Madrid: un honor mundial. Eso sí, no sirvió para gran cosa; pero para nosotros mismos fue un gran motivo de ufanía. Ser como todos, ser también europeos, perder la pereza heredada de los arábigo-andaluces; ser técnicos, hábiles, listos. ¡Tener manos del Norte! ¿Lo estábamos siendo ya?

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¡Qué tiempos! Al recordarlos, dan dolor, como decía Jorge Manrique: como "cualquiera tiempo pasado". Este agosto siguiente de ardor y viento seco es, ahora, desolado. Ha pasado un ano, y en ese ano se ha mascado la desgracia. Aquellos jóvenes socialistas condecorados por tanto éxito se numeran, se cuentan ahora, y son pocos y están mal avenidos. "David contaba sus rebaños, y les entraba la peste", dicen las escrituras. Aquí están, buscando alianzas para pasar la legislatura que amenaza, y apenas se las dan; pidiendo estuvieron porque ya venía la derecha -¡y cómo venía!-, apañando mayorías; y pidiendo a gritos la unidad en el partido, que se les iba de las manos; y dando, el jefe, mandoblazos a un lado y a otro -más, a siniestra-, en parte para restañar heridas pasadas, en parte por noble venganza contra los que se quisieron erguir frente a la razón. Ha estado acosado, ha estado apurado. Pero, al fin, ha ganado. Y hasta es posible que la derecha aquella, la del prefranquismo, no vuelva nunca más.

Y es posible, viéndolo todo desde este nuevo agosto, que haya hombres de izquierda y derecha que se hayan quemado para siempre en el largo año y que, aún vivos, aún ectoplasmas aparentes, sus despojos se hayan quedado en el duro camino en el que todos se equivocaron. Idígoras, Aznar, Cuevas, Anguita, Ansón, Garzón, Guerra... Estatuas de sal, que quedan cada vez más lejos, escoltando el camino transcurrido. Parece que están aquí todavía, y ya no están. Se agitan para que les veamos, gritan las mismas palabras de antes; y caminan, poco a poco, hacia la invisibilidad.

"Annus horribilis", había dicho la reina de Inglaterra, retorciendo el cuello filológico al annus mirabilis de los buenos tiempos latinos, metiéndole dentro el humour inglés (tan español: Cervantes lo había inventado); ya en la cola del 92, cuando ella hablaba, estaba vencido, pero la maldición se iba a prolongar.

¡La buena reina Isabel! Por un par de nueras liberadas, un hijo un poco raro, otro regiamente distraído en regazos de mujer ajena ("quisiera ser tu tampax ", dijo a la casada infiel que le amaba, por teléfono, el insensato Gales, y ya estaban escuchando misteriosos servicios secretos, y publicándolo en este año largo y duro, horribiis: fue una de las frases de sus anales), y por una amenaza de impuestos sobre la inmensa fortuna; y aún tenían que venir las llamaradas del final de Rebeca incendiando el castillo de Windsor. Escenario de Hitchcok. Pero éste es un salto hacia adelante en. el folletín, o mejor folletón, porque el sinónimo da sensación de mayor truculencia, de los verídicos sucesos que han transcurrido de verano a verano.

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