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Berta

Rosa Montero

Cerca de mi casa apareció un día una humilde pintada sobre una pared: "Te quiero, Berta", decía la leyenda, escrita con aerosol negro y en una letra redonda y confiada. Una semana después, otra esquina del barrio amaneció decorada con la misma frase elemental; y casi un mes más tarde, cuando los vecinos nos habíamos olvidado ya de eso pasión mural, la entrada a la autopista se encendió con la sencilla tozudez de un nuevo mensaje: "Te sigo queriendo, Berta".Leo que Romualdo, un electricista francés de 29 años, ha alquilado una valla publicitaria para decirle a su novia, Anne, con la cual había roto, que la amaba. Pero la valla es de una cursilería espeluznante y además está firmada por el chico, lo cual le da a la cosa cierto toque exhibicionista y egocéntrico. Quiero decir que, puestos a echarle imaginacion y empeño a la conquista, prefiero a mi vecino anónimo. Prefiero su simpleza sustancial, y esa obcecada auteuticidad con la que informa al mundo entero de su estado de esclavitud sentimental, de su subyugación y su esperanza.

Debe de ser un enamorado adolescente, porque reconozco, en esa desmesura, la tórrida entrega de la pasión primera, cuando crees que el universo entero gira en torno al amado, cuando el nombre del otro, o de la otra, adquiere la potencia vital y evocadora de un conjuro mágico: con sólo mencionarlo saltan chispas. ¿Quién no ha sentido, en algún momento arrollador e inocente de la vida, el impulso embobado de llenar los márgenes de los libros, las servilletas de papel de los bares, las paredes del metro y cualquier superficie, en fin, que exista en el planeta, con el nombre glorioso del amado? Los hay que no tienen imaginación (qué aburridos); los hay que sueñan, pero no hacen; y los hay, muy pocos, que hacen lo que sueñan. Berta, hija, yo que tú le haría caso.

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