Los números
Delante de mí, en el compartimento del tren, iba un matrimonio con su hijo, de seis o siete años. El niño sacó de su bolsa un ejemplar de Madame Bovary y empezó a pasar sus páginas. Era evidente que no veía, porque las pasaba muy deprisa; sin embargo, su gesto era de enorme concentración, y con frecuencia se advertía en su boca la suave tensión del que lee. Yo, por mi parte, intentaba concentrarme sin éxito en una novela policiaca que había comprado en la estación. Al rato, el pequeño había acabado con Flaubert y sacó Otra vuelta de tuerca, del gran Henry James. Conozco ese texto de memoria y me pareció que la mirada del niño se alegraba cuando tenía que alegrarse y se sobrecogía cada vez que tenía que sobrecogerse. Era un misterio.En esto, sus padres decidieron irse a tomar un café y me pidieron que cuidara del pequeño. Una vez solos, le pregunté cómo conseguía leer tan deprisa. "Porque sólo leo los números", respondió. "¿Qué números",. "Éste, el que viene debajo de las páginas". No quise continuar averiguando porque el rostro del niño parecía algo extraviado, y me dio miedo. Abrí de nuevo mi novela y al fijarme en la numeración de sus páginas, en la que nunca reparo, me pareció que entre los números y el texto había una relación secreta que sólo un tonto o un iluminado podían advertir. Fui pasando las páginas lentamente, leyendo: "Una, dos, tres, cuatro..."; al llegar a la 18, no sé por qué, la novela me atrapó y quedé enredado en su trama, aunque aún no sé de qué iba; el caso es que los números parecían haberse impregnado de la sustancia del texto, de manera que su solo recitado se transformaba en la lectura de una novela corta. La terminé en el momento en que el niño acababa con Otra vuelta de tuerca, y las intercambiamos. Agoté en el viaje todas las lecturas del verano.
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