Ucrania nuclear
UNO DE los objetivos principales de la actual política internacional es mantener como sea la "no proliferación": es decir, impedir que nuevos Estados puedan disponer de armas nucleares. Estados Unidos da la sensación de haber obtenido algunos resultados positivos en sus negociaciones con Corea del Norte sobre este particular. Por su parte, Irak ha hecho concesiones serias, y ello permitirá intensificar las inspecciones de la ONU sobre su armamento, que tienden muy especialmente a cerrarle el camino hacia la fabricación de armas atómicas.Pero, al lado de estos datos positivos, permanece la terrible ambigüedad sobre la suerte del armamento nuclear de la antigua Unión Soviética, una parte del cual se encuentra en las repúblicas hoy independientes de Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán. La tesis aprobada entre Rusia y EE UU ha sido que la primera se haría cargo de la totalidad de dicho armamento; así se consolidaría el principio de no proliferación, y el desarme avanzaría en el marco de las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia.
Pero esa tesis no se ha traducido en hechos reales a causa de la negativa de las repúblicas citadas a entregar su armamento a los rusos. En el caso de Ucrania, particularmente importante para Europa, se ha desarrollado incluso una fuerte corriente política, dentro del nacionalismo dominante, que reivindica abiertamente que Ucrania debe convertirse en un país nuclear. No cabe duda de que la ceguera del nacionalismo ruso, que no pierde ocasión de excitar los recelos de los ucranios, está alimentando las tendencias de estos últimos a conservar sus armas nucleares.
En ese marco, la declaración del Parlamento de Moscú proclamando que Sebastopol es una ciudad rusa constituye una provocación cuyos efectos pueden ser de una gravedad extraordinaria. Es asimismo un ataque directo contra la política del presidente Yeltsin, que se esfuerza por resolver las diferencias con Ucrania mediante negociaciones. El líder ruso se apresuró a proclamar que la resolución aprobada por el Parlamento carecía de toda validez. Por otra parte, el Consejo de Seguridad de la ONU, a solicitud de Ucrania, ha condenado la declaración del Congreso ruso, que viola el derecho internacional.
Estas actitudes, tanto del presidente ruso como de la comunidad internacional, son tranquilizadoras para Ucrania, pero no lo suficiente, por lo que parece, para impedir que sus dirigentes adopten iniciativas que deben reputarse de realmente peligrosas. Según revelaciones recientes del ministro de Defensa ruso, Grachov, su colega ucranio Morózov ha tomado medidas para integrar unidades e instalaciones nucleares, que debían pasar a depender de Moscú, en una nueva estructura "de conservación".
Aunque los ucranios carecen de especialistas que puedan manejar los cohetes, al menos por ahora, aspiran, al parecer, a controlar los depósitos. Y, sobre esa base, proclamarse Estado nuclear. Con lo cual pondrían en entredicho la política de EE UU y de Europa en materia de armas nucleares, ya que tal ejemplo podría extenderse con relativa facilidad a otros países.
Entre Kiev y Moscú se vive un periodo de relaciones que inevitablemente es muy complicado: no en vano durante siglos han sido parte de un mismo Estado, y el proceso de separación supone operaciones complejas que sólo pueden tener éxito en un clima de comprensión mutua. Si Kravchuk y Yeltsin abordan esa misión de modo constructivo (y a ellos se debe en gran parte que varios conflictos no se hayan enconado), existen en ambos países sectores animados por un nacionalismo cerril que quieren exacerbar los recelos y chantajes mutuos.
Se ha anunciado que ambos presidentes van a celebrar una nueva reunión para mejorar las relaciones. Pero mientras en Moscú haya un Congreso que pueda, invocando la legalidad, jugar contra Yeltsin la carta de agravar los conflictos internacionales y de empeorar las relaciones exteriores de Rusia, será difícil que Kiev renuncie a presentarse como Estado nuclear y que puedan establecerse entre Rusia y Ucrania relaciones de cooperación.
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