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Españoles, a pactar

No parece haber discrepancias sobre el hecho de que la situación económica es grave. Tampoco sobre la idea de que para tratar de: arreglar algo las cosas hay que tomar medidas importantes, duras. Posiblemente ese consenso quiebre a la hora de fijar el alcance y destino de la dureza. Como todo lo que es desagradable, la dureza bien entendida suele empezar por los demás, lo que no excluye una vocación, que puede ser generalizada, de autoflagelación; pero siemprecargando la mano en la heteroflagelación.Cualquiera de las medidas propugnadas, se mire por donde se mire, es molesta para algunos: flexibilización del mercado de trabajo, molesta para los trabajadores fijos; abaratamiento del despido, lo mismo; contracción más o menos relativa del gasto público, molesta para trabajadores públicos y beneficiarios de los dispendios públicos, esa infinita caterva compuesta, de un modo u otro, por una inmensa mayoría de españoles perceptores de subvenciones, subsidios, pensiones, retribuciones y usuarios de servicios públicos; incluida en esta retahíla esa pléyade de públicos servidores, representantes del o de los pueblos, que integran los equipos dirigentes de lo autonómico y lo local; contención salarial, molesta para trabajadores colocados de todas clases; aumento de los gastos públicos de inversión, molesto para los contribuyentes; eliminación de rigideces en ciertos sectores de servicios, molesto para los profesionales, empresarios y trabajadores del sector. Y así sucesivamente.

Por supuesto, se supone que del conjunto o algunas de esas medidas molestas algo positivo va a resultar, y que algunos segmentos sociales resultarán especialmente beneficiados. Porque, al menos en este caso, no se toman, o se propugnan, sencillamente para fastidiar (lo que, sin embargo, no es tan extraño en la historia, incluso muy reciente, pues la satisfacción que produce el fastidio de los adversarios no es a veces poca cosa en la moral social y, al fin, en la calidad de vida). Los beneficiarios serán, en primer término, los parados; de ahí, el conjunto o inmensa mayoría de ciudadanos, que acabarán participando del festín del crecimiento de la economía.

En tales circunstancias, no es difícil que a alguien se le ocurra que, si se va a fastidiar a tanta gente, convoquemos a todos para que todos, a la vista de los bienes futuros que de las medidas se esperan, se pongan de acuerdo en su diseño y aceptación. Y así, ya en la campaña electoral, candidatos de distinto signo predicaban el futuro pacto social, y ahora el pacto social es la niña de nuestros ojos; y si hay pacto social, todos salvados, y si no lo hay, horror.

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Parece bastante claro que si hay un pacto en el que intervienen los perjudicados por el acuerdo, y éstos aceptan su perjuicio, el resultado no puede ser más hermoso: se le convence al que tiene que perder, y éste no sólo acepta, sino que lo aprueba con su voto. Hay veces que esto se produce, por raro que parezca. Así sucedió cuando las Cortes franquistas aprobaron la Ley de Reforma Política, que fue tanto como su desintegración; lo que sucedió allá por 1976. Y en general es razonable que quien tiene las de perder acepte la derrota pacíficamente; es más inteligente, porque suele ser más compensador para ese perdedor que la derrota a campo abierto.

Pero la transición política pactada, incluidos los tan jaleados (ahora) pactos de La Moncloa, trajo la idea de que lo importante debe pactarse siempre, con su secuela, confusamente sentida, de que un pacto, por el hecho de serlo, proporciona tales virtudes a la solución que ésta puede permitirse el lujo de ser menos clara, deficiencia que suple por la circunstancia de ser pactada.

A lo que se añade el prestigio del pacto como procedimiento democrático; de suyo, el pacto cabe en democracia y fuera de ella; el pacto es un procedimiento más civilizado, digamos, que el guantazo y tente tieso. Aunque hay algo más importante que el pacto: la convicción. Lo importante es convencer al contrario, incluso lograr su conversión, su adhesión mental. Si eso no es posible, su derrota dialéctica, trascendente en una democracia en libertad. El pacto se inserta ahí como una posible estrategia, pero es sólo una de las estrategias a utilizar.

El pacto a ultranza es, por ello, una fijación altamente peligrosa. Y hay que manejarla con reservas. El pacto no es un procedimiento milagrero para aligerar esta pesadumbre del paro. Trátese, por ejemplo, de flexibilizar las relaciones laborales o contener sustancialmente las alzas salariales; parece que lo importante es el resultado, el pacto no es más que un procedimiento para llegar a ese resultado. A ése, no a cualquier otro que desvirtúe el objetivo claro que se pretende conseguir, y que se imponga, sin embargo, para salvar la imagen y la paz. Y es que el vincularse en exceso a los pactos es una temeridad, porque ya se sabe que dos no pactan si uno no quiere. Y desde luego, como ciudadano, no me apunto a un pacto cualquiera.

La manía pactista puede hacer peligrar la sustancia misma del sistema político, con una tendencia, subconsciente o al menos no confesada, a sustituir la decisión de los órganos constitucionalmente competentes por los acuerdos corporativos. Lo cual depende mucho de los contenidos: es políticamente escandaloso que se acuerde con los "interlocutores sociales" la política presupuestaria, o las inversiones públicas, o las leyes que rigen las relaciones laborales o mercantiles. Ésas son competencias parlamentarias y del Gobierno. Otra cosa es que los lobbies sean oídos y consultados, y razonablemente atendidos. No se puede pactar la ley del seguro con las aseguradoras, ni la ley de huelga con los huelguistas, ni la legislación de sociedades mercantiles con las sociedades anónimas, ni la regulación de las empresas con los empresarios; ni nada de ello con unos y otros a la vez. Son las condiciones de trabajo en el marco legal fijado por el Parlamento las que son negociables. Por ello, la presencia del Estado en esas negociaciones ha de ser más de estímulo y sugerencia que de parte comprometida en los acuerdos. Actitud perfectamente compatible con la realización de una política con talante negociador, porque puede ser más que recomendable.

Es especialmente peligrosa la idea de que las cesiones en una negociación deben ser siempre compensadas; porque si el Estado está presente, ya se sabe quién tiene que pagarlas: el Estado; es decir, todos nosotros; de esta manera, la negociación a tres corre el riesgo de convertirse en un procedimiento para que grupos concretos obtengan ventajas a cargo de la colectividad, en virtud de su pura fuerza de presión, reforzada por la solemnidad de la representación del pacto, cuyas reuniones pueden acabar adquiriendo aura de una cámara política representativa, y sus acuerdos, el valor político de las decisiones de las representaciones de la soberanía popular. Sería ofensivo para muchos decir que parecen añorar aventuras corporativas o verticales. Pero lo cierto es que disimulan en exceso su indudable aversión.

Es saludable tratar de evitar la confrontación, si ésta va a llegar a los límites de la violencia; pero esto no puede conducir a una acción política basada en la eliminación de las discrepancias. En una democracia, en último extremo, se vota y predomina la mayoría. La Constitución protege a las minorías y a los individuos, la minoría más exigua. Pero el sistema no puede derivar hacia el pacto a toda costa. Cuando ese criterio se impone, se está aceptando la ley del más poderoso a la hora de pactar, la ley del más fuerte en el ámbito de la relación social de que se trate. Y, sin embargo, lo que debe predominar es la ley establecida por el órgano constitucionalmente competente, dentro del marco de posibilidades que permite la Constitución. Porque, por muy formales que sean, ésas son garantías de libertad y de igualdad de oportunidades.

es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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