Democracia en Latinoamérica
Varios participantes en la primera y segunda cumbres iberoamericanas han faltado a la cita de la tercera, que se celebra en Salvador de Bahía. Fernando Collor de Mello, quien hubiera sido el anfitrión esta vez, tendrá que ver las festividades por televisión; Carlos Andrés Pérez, desde su terca permanencia en la Casona, residencia oficial de los mandatarios venezolanos; Jorge Serrano Elías, desde su aún dorado exilio en Panamá. Los tres ausentes, y quizás unos más con otras asignaturas pendientes, son víctimas de un extraño fenómeno para América Latina: la democracia en ciernes.Nunca se le ha dado la democracia a América Latina. Al entusiasmo de sus élites por las constituciones y las leyes, la realidad y la historia han respondido con decenios enteros de dictaduras, golpes militares y violaciones a los derechos humanos. Con contadísimas salvedades, la democracia en América Latina ha sido la excepción, y no la regla: Chile, a ratos, interrumpidos por lamentables fracturas; Costa Rica, en la segunda mitad de esté siglo; el Uruguay, hasta los años setenta. El episodio actual, caracterizado por una democratización indudable y en apariencia durable, puede representar una inversión de tendencia o meramente un intermedio sorprendente, pero por definición efímero. Lo que en todo caso ya permite vislumbrar son las cortapisas a las consecuencias de la democracia: rasgos que en muchos casos permiten comprender las razones de su ausencia a lo largo de la historia del continente.
Primer rasgo: a pesar del carácter hemisférico de la tendencia democratizadora, el proceso incluye aún grandes lagunas autoritarias, las unas abiertas y reivindicadas casi con orgullo, otras disimuladas con maniobras y astucias vergonzantes. Los casos son, por desgracia, demasiado conocidos: Cuba, Haití, México, Guatemala, quizás Guayana y Surinam. Si por democracia se adopta cualquiera de las definiciones mínimamente aceptadas y comunes, en ninguno de estos países prevalecen. los atributos pertenecientes a la acepción que se escoja. Ni se celebran elecciones limpias y provistas de significado; ni impera un Estado de derecho funcional; ni florecen las libertades de asociación, de expresión, de sindicalización y de oposición, como en las demás naciones, ya no de Europa o Norteamérica, sino de la propia América Latina.
La evolución tampoco es alentadora: a pesar de los obstinados e interminables empeños de la comunidad internacional por revertir el golpe de Estado que derrocó a Jean-Bertrand Aristide, los militares haitianos no se doblegan aún ante una presión hasta ahora resistible. La trágica evolución cubana, que, más allá de los apasionados debates ideológicos que siempre ha suscitado la isla, muestra la virtual imposibilidad de llevar a cabo una verdadera política social sin una transferencia masiva de recursos externos, no ha hecho más que reforzar el autoritarismo caribeño de toda la vida. Y la inexorable lógica mexicana de nuevo ha puesto de relieve la infinita capacidad de resistencia del sistema priísta: la sucesión presidencial de 1994 será la undécima al hilo que se resuelve mediante el tapadismo y el dedazo. Por último, el desenlace feliz de los acontecimientos recientes en Guatemala deja, sin embargo, un mal sabor de boca: si el resultado parece haber sido afortunado, el proceso fue lamentable. La democracia comprende, por fuerza, ambos.
Segunda reflexión: aun allí donde prevalece, la democracia representativa propia de nuestro hemisferio encierra una retahíla de vicios, insuficiencias y desviaciones que agudizan las deficiencias inevitables de otras latitudes. El formalismo; la pobreza; la falta de rendición de cuentas o de accountability, como suelen decir los politólogos anglosajones; las terribles disparidades regionales, de ingreso y de oportunidades que agobian a estas sociedades, son todos ellos factores que diluyen, debilitan y descarrilan a nuestra democracia. Los ejemplos sobran: los siete millones de brasileños que pagan impuestos versus los setenta y cinco millones que votan; los constantes atropellos y reveses que sufre la democracia en Perú, en Venezuela, en Panamá; la desfachatez con la que algunos mandatarios se hacen elegir con un programa para gobernar con otro diametralmente opuesto; el recurso constante al Gobierno por decreto o por encuesta de opinión; la ausencia de opciones reales para electorados como el boliviano o el paraguayo, para mencionar únicamente los casos más recientes, y que en ocasiones deriva en situaciones análogas a las descritas en el primer punto: brota el fraude electoral, pero no importa, porque tampoco importa quién gana ni quién pierde.
De estas debilidades provienen tesis autoritarias como las que con frecuencia esgrimen los beneficiados del primer rasgo: con tanta pobreza no puede haber democracia. Tesis falsa, sin duda, pero explicable por la precariedad de la democracia existente. Precariedad o baja intensidad fundada a su vez en la desigualdad lacerante de las sociedades de la región: lo que no puede haber es democracia sin un mínimo de igualdad y la expectativa compartida por todos de que haya más. En América Latina, hoy, hay cada vez más desigualdad y cada vez menos esperanza de que amaine.
Pero si las insuficiencias de la democratización latinoamericana son sabidas y ampliamente lamentadas, quizás la novedad actual -y la tercera reflexión aquí esbozada- resida más bien en los efectos del éxito de América Latina en esta materia. Una de las explicaciones centrales de los problemas políticos presentes de la zona yace justamente en las consecuencias de la democracia: muchos de los tradicionales vicios de la vida pública de la región no resisten la transparencia y el escrutinio que la democracia permite y alienta. He aquí el motivo de los recientes descalabros de altos personajes de la política latinoamericana, desde jefes de Estado y sus familiares hasta ministros y funcionarios, jefes de policía y capos del narco, acusados de corrupción.
No es que la desgracia clásica del hemisferio se haya intensificado en tiempos recientes: los gobernantes actuales de la mayoría de los países del subcontinente no son ni más ni menos corruptos que sus predecesores. La diferencia estriba en que ahora las sociedades que gobiernan han visto caer su umbral de tolerancia, al tiempo que adquieren mayores instrumentos para vigilar y castigar. Fernando Collor de Mello y Carlos Andrés Pérez no han robado más que otros; o, en el caso de Pérez, con más vigor y pericia que. durante su primer mandato. Jorge Serrano Elías, quien, según muchas versiones, trató de dar un golpe a la peruana en Guatemala para esquivar acusaciones y denuncias de enriquecimiento y malversación de fondos, sin duda no robó más que todos los que le antecedieron en el cargo. Y quienes fueran director de aduanas de Buenos Aires, jefe de la policía de la Ciudad de México o ex secretario de Comunicaciones y Transportes del Gabinete de Carlos Salinas de Gortari no han incurrido en peores cohechos y excesos que otros que ocuparon antes esos u otros puestos. La incredulidad mexicana ante la mundialmente famosa corrupción de sus élites se mantiene: en una encuesta recién publicada en el diario El Financiero, la asombrosa proporción de 86% de los habitantes de la capital del país opinaban que "personajes claves del Gobierno están implicados en el narcotráfico".
Pero hoy, quienes incursionan en las delicias del enriquecimiento inexplicable en todos los países de la región son denunciados, investigados a veces por la prensa independiente, en
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ocasiones por el Congreso o el poder judicial, y hasta en ciertos casos por extranjeros que llevan agua a su molino- y finalmente castigados por algún tipo de justicia. Es preferible, por supuesto, el juicio formal y la condena que el oprobio y el exilio, pero aun estas últimas penas significan un adelanto: antes, seguían robando.
El problema consiste en las consecuencias del éxito. La gobernabilidad de los países de la región ha quedado en entredicho.- Con toda razón: si antes la democracia brilló por su ausencia, a algo se debió.
Las élites latinoamericanas siempre se mostraron renuentes ante el sufragio, la prensa, los sindicatos y la sociedad civil, y sus motivos tenían: dejarían plumas en el camino de la democratización.
Hoy que ésta se ha instalado para quedarse un tiempo, peligra por las mismas razones que la ahuyentaron durante años, a saber: les da poder -por poco que sea- a las mayorías, es decir, a la inmensa masa de pobres de América Latina.
Los grandes obstáculos que enfrenta la democratización cabal de América Latina -desde los autogolpes a la Fujimori y Serrano hasta la exclusión social y económica de decenas de millones de ciudadanos que lo son sólo de membrete, e incluyendo el fraude electoral y la endeble vigencia del Estado de derecho- provienen del pecado original de una región desolada por el peor de los estigmas: la desigualdad que la caracteriza, más que a cualquier otra parte del mundo. Existen zonas más pobres, pero ninguna más injusta.
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