La Rusia futura
LA CONVOCATORIA de una conferencia constitucional con la representación de las repúblicas y provincias integradas en la Federación Rusa fue inicialmente una operación de Yeltsin para sacudirse la presión de un Parlamento reticente a cualquier cambio, posibilitar la convocatoria de elecciones este año y asentar una nueva legalidad. Para Yeltsin ha sido un éxito importante la aprobación del proyecto de una nueva Constitución el pasado 12 de julio. De este modo finaliza la primera fase del proceso constitucional. Ahora el texto será examinado por los parlamentos regionales. Y en ese terreno las dificultades crecen.El desarrollo político de Rusia en los próximos años depende en gran medida de las relaciones entre el poder central y las demandas de las provincias que piden con fuerza creciente niveles de autonomía semejantes a los que tienen ya las repúblicas. En la Constitución aprobada no hay una respuesta clara a esa cuestión. La gran duda es saber si Rusia podrá mantenerse como Estado único ante la oleada de demandas autonómicas. El problema es serio para Europa y para la estabilidad internacional.
El poder ejecutivo, representado por Yeltsin, y el poder legislativo, liderado por el presidente del Sóviet Supremo, Jasbulátov, han coqueteado con las unidades administrativas del Estado ruso, jerarquizadas en tres niveles (21 repúblicas, 57 provincias y territorios y 11 unidades nacionales) en su afán por controlar las mayores parcelas de poder. Así, los líderes rusos han activado fuerzas poco dóciles que tratan de obtener el máximo partido en el proceso constitucional. De estas tres unidades administrativas de la Federación Rusa, las repúblicas responden a orígenes nacionales y han dado lugar a ciertas acciones secesionistas, como en Chechenia. Pero a lo que ahora asistimos en las provincias es a una eclosión de exigencias de autonomía que buscan, en la identificación con las repúblicas, la forma de autoadministrar sus riquezas, reduciendo al mínimo sus relaciones con Moscú.
Esta tendencia a la descentralización es lógica en un país tan gigantesco y, si logra plasmarse en formas que garanticen la estabilidad, puede tener efectos positivos. Por eso hoy el gran problema es articular una federación flexible y estable, o bien -como querrían los sectores más disgregadores- propiciar el desarrollo de un modelo de relaciones entre el centro y el resto de la federación basándose en las relaciones personales, influencias y afinidades de los dirigentes. Esta segunda variante podría tener consecuencias imprevisibles, no necesariamente la desintegración formal de Rusia, sino tal vez un país anárquico y caótico, cuyas unidades administrativas serían parte formal del Estado sin someterse a las obligaciones que comporta.
El desequilibrio entre los integrantes de la federación es la causa esencial de la corriente autonomista. Muchas provincias industriales y prósperas son donantes netos al presupuesto central, mientras hay repúblicas con grandes riquezas naturales, como Yakutia, el mayor depósito de diamantes de Rusia, que son receptores netos. Los balances entre lo que cada provincia o república entrega al centro y lo que recibe por habitante son absolutamente dispares. Como reacción a estas desigualdades, varias provincias han decidido transformarse en repúblicas: SverdIovsk, la tierra chica de Yeltsin, ha sido el caso más espectacular en una serie que incluye San Petersburgo, la región de Primorie (Vladivostok) y la de Vologda. El paso de provincia a república, según algunos analistas, ofrece nuevos argumentos a Yeltsin frente a las repúblicas que desean ver fijado en la Constitución un estatuto de privilegio para ellas.
Otros analistas ven un germen desintegrador en la conversión de provincias en repúblicas, ya que podría impulsar una reacción en cadena, donde las repúblicas históricas traten de obtener nuevos derechos para mantener sus privilegios, lo cual provocaría el intento de las provincias de igualarse de nuevo a ellas. Hay razones para creer que este proceso, más que contribuir a un modelo más estable de Estado, beneficia la consolidación de unas élites regionales ante las cuales el centro sería impotente. El referéndum del 25 de abril demostró en definitiva que ningún presidente de Rusia podrá ganar en el futuro unas elecciones sin el apoyo de los barones regionales, que se afianzan en el territorio ruso.
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