El público da la espalda a la Bienal de Venecia
Los turistas prefieren visitar San Marcos a la exposición de arte
Las callejuelas comerciales del centro de Venecia alojan estos días el hervidero habitual de turistas, quizá más débil que otros años; pero hervidero al fin y al cabo, sobre todo a la vista del desasosiego que las elevadas temperaturas de la estación producen en los visitantes, italianos o extranjeros. El lugar ideal para contarlos, para hacer una estimación a ojo de la marcha de la temporada, no es, sin embargo, la Bienal, el gran escaparate contemporáneo que es el acontecimiento artístico número uno que la ciudad programa en estos momentos, sino la catedral de San Marcos.
A las puertas de ese templo concentran, como siempre, los guías a las masas sedientas de cultura que llegan a la ciudad de los canales. La Bienal se ve, en cambio, sin más problemas que los que produzca la sensibilidad de cada uno al calor. Salvo los fines de semana, se pasea por ella con gran relajo a las once de la mañana, cuando abre; casi en solitario al mediodía, la hora en que la temperatura es más inclemente, y sólo hacia las 15.30, dos horas y media antes del cierre, se observa un aflujo consistente de visitantes.Esto vale tanto para el núcleo central, en los jardines del Castillo, como para el Aperto 93, la muestra juvenil situada en la Cordelería del Arsenal, y para la titulada Deslizamientos, que, en la isla de la Giudecca, recoge ideas y obras de William Burroughs, Jean Baudrillard y Pedro Almodóvar, entre otros. Hasta este último y lejano apéndice sólo llegan los menos.
Salas vacías
Pero la escasez de público, pasados los primeros días en que se aglomeran los invitados llegados de todo el mundo a gastos pagados, no puede ser entendida tampoco como indicio de un fracaso de esta Bienal, ni como una confirmación objetiva de la justicia de las críticas que ha merecido el proyecto de Achille Bonito Oliva, responsable de esta edición conmemorativa del primer centenario de la muestra.No sería correcta esa interpretación, ya que la excelente e indiscutida monográfica dedicada a Francis Bacon en el Museo Corer, en plena plaza de San Marcos, tampoco registra colas a ninguna hora del día, y puede verse casi de vacío. Por otra parte, parece que en ediciones anteriores de la Bienal el público no ha sido más numeroso.
"Yo vengo a pasar un mes a Venecia todos los años, un puntualmente desde los sesenta. Y hoy es la primer vez que he tenido que hacer cola, aunque sea poca, para entrar en la Bienal", observa Arturo, un indonesio de unos 40 años que reside en Alemania, donde es fotógrafo. Arturo afirma que ignora las críticas formuladas a. esta Bienal -"es mejor no leer mucho los periódicos, porque, si lo haces, no piensas", comenta- y dice que valora lo poco que lleva visto porque refleja bien el momento de crisis que vive una Europa que se ha visto obligada a abrirse como una granada a otros mundos, a romper su hermetismo.
Lo cierto es que los pabellones más emblemáticos de ese proceso -el ruso, que ha sido transformado en una obra que llega hasta sus cimientos, no bien visibles porque se cruza a oscuras, y el alemán, que es una gran estancia diáfana con el suelo de terrazo destrozado y la leyenda Germania escrita en el muro blanco del fondo- están entre los más visitados y comentados.
Armin Shurz tiene treinta y pocos años. Profesor de Historia del Arte en Berlín, pasea con su mujer y su hija sobre los escombros del pabellón alemán, que suenan a música concreta al ser pisados. "Es un excelente símbolo político de estos tiempos de la reunificación", dice. "Tenga en cuenta que este pabellón fue diseñado por Albert Speer, el prototipo de arquitecto del nazismo, e inaugurado por Hitler en 1934".
Bill Freeman, que se presenta como pintor y artesano de Nueva York, comenta, en cambio, divertido: "Todo esto es muy viejo. Recuerda a los happenings de los años sesenta. Es muy conceptual, y hay ideas buenas, pero echo de menos la artesanía, porque yo soy un artesano". Freeman no sabía de la existencia de la Bienal.
En el vecino pabellón del Reino Unido, el premiado Richard Hamilton ha reconstruido un quirófano dominado por un televisor, a manera de bomba de cobalto, desde el que Margaret Thatcher imparte doctrina política. Pero el pabellón más emblemático del proyecto de esta Bienal es el de Italia. Ha sido casi totalmente vaciado de contenido nacional, y presenta obras de artistas de todo el mundo dispuestas según criterios a los que no es fácil seguir la pista.
El pabellón italiano es el más grande de la Bineal y, por su posición central, es también uno de los más visitados. Registra cierta aglomeración en la entrada, donde hay obra fotográfica. El silencio es sepulcral en la zona donde se expone obra de Kounellis o de Fontana, hasta que alguien descubre que uno de los objetos expuestos, una pin-ball que forma palabras sin sentido en vez de marcar el tanteo de las bolas, funciona de verdad. Y se hace cola para jugar a la maquinita.
Babelia
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