Su castidad el Papa
Más que la apoteosis montada en tomo a ese Pontífice de que tanto se ufana la cristiandad, me han impresionado recientemente algunas muertes ocasionadas por un mal que nace precisamente de la ausencia de la virtud que él pregona: la castidad dictada en términos absolutos. De hecho, el sida viene a dar la razón al pastor universal en lo más retrógrado de su mensaje. A ojos de un creyente se presenta como cualquiera de las siete plagas del éxodo o aquellos castigos tan bestias del Génesis, desde el diluvio a la pirotecnia arrojada sobre las dos ciudades de la llanura. Pero ahora, sin un Abraham que se atreva a suplicar: "¿Así que vas a borrar el justo con el malvado?". Porque el Sumo Pontífice, más que suplicar, reprende. Y, en esto, es más Jehová que el propio Yahvé.En las últimas semanas, el sida ha vuelto a golpearme llevándose, a algunos nombres conocidos o, cuando menos, próximos a mi entorno. Sirve también para recordarme que quedan muchas víctimas anónimas, sentenciadas ya, aguardando la hora final en un desamparo que debería servir para concienciar definitivamente a nuestra sociedad. No siempre parece así, y a veces lo parece desde perspectivas harto frívolas. En las notas mundanas de un conocido diario escribe una encantadora periodista: "Entre los miembros del jurado estaban. fulanita, menganita y zutanita. Por cierto, se comentó, y mucho, la valentía del diseñador Manuel Piña, al anunciar que tiene sida. Todos sus colegas se mostraron solidarios Ese "por cierto" coloca el drama del sida y la admirable actitud del enfermo en un lugar secundario a las quisicosas de la buena sociedad y subsidiario a la glorificación de las mismas. Y en semejante contexto, la solidaridad se parece a una atracción añadida, al aliciente extra para una ker messe madrileña comme ilfaut.
Algo parecido hace el Sumo Pontífice cuando coloca la castidad como valor principal, autorizándonos a deducir que el sida es "por cierto" un drama derivado de la infidelidad a virtudes deuterocanónicas. Goza la Iglesia de una larga tradición en perdonar al pecador, y en esto expresa generosidad, pero también demuestra últimamente su empeño en impedir soluciones prácticas a temas acuciantes -el sida es vida o muerte-, y en esto debemos acusarla de torpeza. El enfermo terminal puede agradecer la absolución, si la considera imprescindible para sentarse a la diestra del Señor, pero el joven inexperto que inevitablemente ha de introducirse en los caminos de la vida a través del sexo necesita de una orientación que le evite males irreparables. En este sentido, un anuncio que presentase al Santo Padre recomendando el uso del preservativo sería una acción que le engrandecería a ojos de los gentiles, que tenemos las ideas un tanto confusas. Pues ¿qué es, en última instancia, la castidad? La virtud de los ángeles. Pero en ellos no tiene mérito, puesto que no tienen sexo. La virtud de los curas. Pero en ellos no tiene valor, porque no quieren tener sexo. Acaso sea un último recurso de la Iglesia para desenterrar viejos tabúes aparentemente remozados gracias a los nuevos medios de difusión. Como si el programa televisivo de mayor audiencia emitiese en hora punta los consejos de Pablo a los corintios condenando la fornicación. En términos de modernidad, el mensaje contradiría el medio. Y para alguien que no goce del privilegio de la fe, una sola cosa quedaría clara: ser casto para no atrapar el sida puede ser un acto de precaución; en cambio, ser casto por orden de Roma es un acto de servicio, que todavía no nos ha sido aclarado a quién aprovecha. Si acaso, a los psicoanalistas, neurólogos y sexólogos varios (un respeto para ellos: ¿no curó Jesús al ciego de Jerasa, al hidrópico del sábado y al siervo del centurión?).
Mientras algunos amigos morían por no haber sido castos -irónicamente tampoco fueron promiscuos: ¡cuestión de mala suerte!-, la Iglesia montaba en torno a su cabeza visible sus pompas más espectaculares. Llegado a este punto, aclaro que un elemental sentido de la convivencia me obliga a respetar una doctrina en la que creen millones de personas, aunque debo lamentar que algunas de ellas no siempre actúen con igual liberalidad, como demuestran los que abuchearon a todo un presidente del Gobierno al llegar a la Almudena, sin considerar que incluso Felipe González tiene derecho a recibir la gracia divina, por lo menos en la misma medida que José María Aznar. Pero debemos suponer en aquellos incontinentes una pobreza de espíritu que no está en las raíces espirituales de la Iglesia. Recordemos, para solaz del alma, el Libro de los proverbios: "Pesada es la piedra y pesada la arena, / la ira del necio es más pesada que ellas". Justo es recordar, también, que estos versículos pertenecen a una época en que la cuestión de la gracia no pasaba por las urnas.
Comprendo las tribulaciones de un Pontífice a quien el siglo se le está escapando de las manos. Ya es fuerte que se vea obligado a reconocer que la castidad es violada por los de su propia tribu, y tenga que ordenar investigaciones por abusos sexuales en el clero católico de allende el Atlántico, si bien es cierto que los casos de abusos a la virtud en el seno de la Iglesia distan mucho de ser una invención moderna (recuerdo un libro de Chamberlain, Los malos papas, que demostraba que, en la vaticana sede, no toda la colina fue orégano). Pasaron los tiempos de Boccaccio -"métame usted al diablo en el convento, pater"- y es difícil que aparezcan satíricos a la altura del tema.
Por otro lado, entre las cuestiones que acucian al hombre contemporáneo ya no parece contarse el anticlericalismo. ¿Será porque la Iglesia ha cambiado? No en sustancia y menos en prestancia, pues sus montajes escenográficos continúan siendo ostentosos y derrochones, incluso en horas de dura crisis económica. De todos modos, a los estudiosos de la iconografía del siglo nos ha deslumbrado la vistosidad del recibimiento en Madrid. Hemos visto, después, fotografías de los altos cargos eclesiásticos tocados con sus mitras cual si fuesen la corona del doble Egipto: diríanse aprendices de faraones incluidos en una perfecta stravaganza barroca sólo traicionada por sus rostros poco simpáticos, seguramente a causa del intenso calor. (Dice el Libro de la sabiduría: "Yo también soy un hombre, mortal como todos ..."). Acaso para contrarrestar el mal efecto, la televisión mostró a una caterva de curitas jóvenes soportando el clima más contentos que unas pascuas y exhibiendo una galanura que para sí la querría un Tom Cruise. La mies no será mucha, pero los operarios están como un tren.
Ese despliegue de masculinidad cautiva me recordó la televisión de otros tiempos: pusieron a un sacerdote tan apuesto que hasta los no creyentes se tragaron las epístolas a los atenienses, a los gálatas, a los colosenses, a los tesalonicenses e incluso las dos de Timoteo, que siempre sonaron a chiste. Demostró la Iglesia que sabía mucho en cuestiones de imagen y que, aun dentro de la castidad, un guaperas siempre vende. Desde luego, no censuro. Al fin y al cabo, aquella fogosa dama llamada Ana Ozores perdió los estribos por la primera sotana de Vetusta. Y siempre me preguntaré si Madame de Renal se habría apeado de su contención burguesa de no ser Julián Sorel un probo seminarista. No digamos los desvaríos de Salomé ante la empecinada castidad del Bautista (según Wilde y Strauss) y la de la mujer de Putifar ante el bienquisto José. La sacralidad, por prohibida, siempre tuvo un punto de tentación. Y deberíamos aquí considerar los daños que los castos han producido en la libido de quienes los desearon, y no al revés.
En realidad, me importa poco que los sacerdotes decidan ser célibes o cortarse la coleta, que para esto se comprometieron en sus votos; más me preocupa la pretensión de que nos la cortemos quienes no hicimos ninguno. Pero aceptemos que la promiscuidad no conviene a nuestra salud. Lo hemos asumido y creemos a pie juntillas que, limitándonos a nuestra pareja, estamos libres no sólo de riesgos, sino también de anatemas. Sin embargo, esto todavía no satisface al Santo Padre: la castidad queda quebrantada si con nuestra pareja experimentamos una chispa de deseo. Para evitarla, nos quedaba un último recurso: esa exqui-
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