Atentado
Hubo una tremenda explosión en la mañana madrileña y la vida ciudadana quedó rota. De repente, todo había perdido interés: el Barça, campeón de Liga; la declaración de la renta; los planes de vacaciones; la vida, en fin, que cada día muestra su cara amable o la contraria. De repente, Madrid era de nuevo una ciudad martirizada por los atentados terroristas. Otra explosión añadía angustia a la incertidumbre de los primeros momentos. Decenas de víctimas, indiscriminadas e inocentes, caían en la calle sin más culpa que haber pasado por allí cuando la mano criminal decidió activar los artefactos explosivos.¿Por qué?, se preguntaban los madrileños. Pero se sabe por qué: es la entraña macabra de cuatro enloquecidos -quizá sean cuatrocientos- que pretenden forzar la independencia de su suelo natal sembrando el terror en la capital del Estado. Una utopía, la suya, pues no lo van a conseguir; ni lo quieren sus coterráneos, y menos aún a costa de quedar marcados, para siempre, con el estigma del crimen.
Vendrán ahora las solemnes manifestaciones de condena, y habrá algunas farisaicas, pues allá, en el fondo, estos infames les están haciendo el trabajo sucio a otros cuatro megalómanos -quizá sean cuatrocientos- que persiguen el mismo objetivo de forma sibilina. Maestros taimados del disimulo, el embaucamiento, la estratagema y la demagogia, presionan, intimidan, aherrojan, humillan y manipulan los sentimientos profundos del pueblo, no importa si lo conducen al abismo, para satisfacer sus delirios de grandeza.
Ninguna concesión se debe hacer a estos ególatras ni piedad alguna se puede tener con los asesinos. Plantarles cara y cortar por lo sano es la única solución. Como dice la sabiduría popular, más vale ponerse colorados una vez que amarillos ciento.
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