El Papa
Ahora que ya ha pasado, ahora que se ha ido, me gustaría decir que, como ciudadana, me siento un poco asfixiada, abrumada y mayormente atropellada en mis derechos. Y que conste que esto no tiene nada que ver con el impulso religioso, que no comparto pero que cada vez entiendo y respeto más: si a los veinte años me declaraba atea, hoy me considero agnóstica y simplemente creo que no creo. Todo eso, la ansiedad humana por lo espiritual, y por llenar de palabras y creencias el misterio de la vida, es algo muy serio. Lo que ya no parece tan serio, en fin, es esta gira pop vaticano-integrista, estos deslumbrantes juegos de mercadotecnia, estas alharacas publicitarias de la mayor empresa multinacional de la Tierra.Ya sé que el Papa tiene un montón de fans, eso está claro, y me parece bien que lo disfruten, lo mismo que hacen los fans de Michael Jackson o de Madonna, de Bruce Springsteen o incluso de Julio Iglesias (que cada cual se busca el ídolo que quiere) cuando vienen sus mitos; pero, ¡por favor!, que nos dejen en paz a los que no compartimos el fervor por la estrella; que no nos abrumen con su presencia en todos los telediarios, periódicos, revistas, en carteles colgantes, banderas oficiales, pegatinas; y que no atasquen las ciudades durante días, convirtiéndolas en un infierno intransitable.
Y que nadie se escandalice por ver unido el nombre de Wojtyla al de los cantantes superventas; en todo caso quien debería escandalizarse por la comparación es servidora, porque, primero, ni Jackson ni Iglesias ni los demás van por el mundo impartiendo una doctrina tan enormemente reaccionaria, y segundo, el Estado no se les pone a su servicio y no les organiza el espectáculo con gran despliegue de calles cortadas, policía y dinero público. En fin, que se han excedido un poco los del Papa.