Tratar el sida
EN AMSTERDAM, sede de la VIII Conferencia Internacional sobre el Sida, celebrada hace un año, apenas hubo lugar para el optimismo sobre el descubrimiento de una vacuna o el de un tratamiento eficaz de la enfermedad a pesar de los avances registrados desde su aparición hace 12 años. La IX Conferencia, convocada esta semana en Berlín, y en la estela de la de Amsterdam, ha puesto todo el empeño en hacer un balance de los trabajos científicos, los ensayos médicos y las terapias sanitarias vigentes y en buscar nuevas vías de investigación sobre el origen y la evolución de la enfermedad. El reto no es otro que el tratar de adelantarse a la enfermedad y no ir a remolque suyo.La conclusión que ha prevalecido en la conferencia es más bien de decepción en lo que se refiere a los tratamientos empleados hasta ahora. Las dudas sobre la eficacia de muchos de ellos y sobre las pugnas que provoca su comercialización han estado al orden del día, e incluso se ha puesto en entredicho la validez de los indicadores que servían para medir la progresión de la enfermedad. Lo cual no es contradictorio con la existencia de avances incontestables en su seguimiento y control: la expectativa de vida media del afectado ha aumentado desde el momento del diagnóstico, numerosos medicamentos han logrado paliar y controlar el proceso de enfermedades oportunistas ligadas a la infección, y, aunque el hallazgo de un antídoto contra el virus está todavía lejos, se investiga a marchas forzadas sobre los mecanismos capaces de estimular una restauración completa y permanente del sistema inmunológico.De ahí que se ha ya prestado especial atención a las personas portadoras del virus desde hace 10 años, y que, sin embargo, no han desarrollado el sida. Ha cia ellas se toman en estos momentos los ojos de los científicos con la esperanza de identificar el mecanismo que mantiene su inmunidad frente al acecho de la enfermedad. Esperanza que alcanza tonos de drama tisino cuando se constata que el número de enfermos ha aumentado en un 20%, hasta Regar a los 2,5 millones actuales, durante el intervalo de tiempo transcurrido entre las conferencias de Amsterdam y de Berlín, y que las previsiones sobre el número de portadores del virus en el año 2000 se mantienen en 40 millones , de los que casi el 90% lo son en los países pobres y en vías de desarrollo.
Si a ello se une el hecho de que aparecen signos de retroceso en el campo de la solidaridad internacional frente al sida y que los países ricos se muestran cada vez más remisos en colaborar con los organismos in ternacionales de salud (la OMS, principalmente), se comprende la urgencia de hallar remedio a una enfermedad que, además, es un peligroso desencadenante de discriminación y de irracionalidad. El sida no es privativo de ningún grupo social ni de conducta sexual alguna; amenaza a todos si no se previene responsablemente su posible contagio. Pero ello no impide el que todavía estén en vigor actitudes morales y sociales de condena y marginación de quien lo ha contraído, patrocinadas a veces por los propios Gobiernos y responsables públicos.
En la Conferencia de Berlín se ha visto que persiste el riesgo de vuelta atrás en la convivencia con el sida. Mientras el presidente de Alemania, Richard von Weizsäcker, en el acto de inauguración levantó su voz contra los prejuicios y tabúes sociales frente a la enfermedad, el ministro alemán de Sanidad, el socialcristiano Horst Seehofer, resucitaba los viejos proyectos de establecer muros interiores -pruebas obligatorias para homosexuales y drogadictos- y exteriores -prohibición de entrada al país de los portadores del virus del sida- Algo que CIinton, por cierto, acaba de sancionar con una ley en EE UU. De este modo, esa absurda y discriminatoria política, puesta en práctica en 1987 por el país que transmitió la enfermedad al resto de las naciones desarrolladas, se convierte en un monumento a la insolidaridad.
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