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Tribuna:ELECCIONES 6 JUNIOLOS SOCIALISTAS
Tribuna
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El riesgo de envejecer juntos

A los 51 años, Felipe González ha superado con éxito su climaterio político. Por tanto, ya no habría nada sustantivo que impidiera que él y el poder envejecieran juntos "hasta morir en paz los dos como dicen que mueren los que han amado mucho". Cuestiones propias de la edad, de ese delicado momento fisiológico, explican buena parte de los rasgos que marcaron su campaña: una efusión sentimental constante, una repetida evocación de los tiempos idos, de lo que fuimos y de lo que es preciso defender para bien del presente, y un desapego displicente de la torpe juventud inexperta -"esa edad siniestra", que decía Pla- que encarnaba su adversario. Hasta ese beso de Cádiz que Carmen Romero le estampó en público, después de que su marido hubiera sufrido el embate aguerrido del jovenzuelo, pueden ser explicados en términos de la fisiología política.La aritmética electoral acaba de situarle en un éxito que tiene pocos precedentes en Europa. Un éxito estrictamente personal, logrado contra la contaminación inherente a una década de ejercicio del poder, contra un partido inhibido, avergonzado, y contra sí mismo y los rubores letárgicos de la madurez. Con ese éxito puede hacerlo todo. Alzar, por ejemplo, ese partido entre Suárez y Sartorius que lleva en la cabeza y que respondiera al triple empeño de progreso, modernidad y solidaridad, el único claro hoy disponible en el nublado ideológico de la izquierda. Alzar ese partido, y desde su condición de único superviviente en el poder de la izquierda europea, contribuir a una refundación cosida a esa lúcida sentencia de Rocard, "la diferencia entre izquierda y derecha se aprecia sólo cuando gobierna la derecha" a la que los habitantes de este dolorido país de centro-izquierda, dotado de un pequeño, pero duramente conquistado estado del bienestar, han concedido un fino y penetrante crédito.

Puede también Felipe aplicar ese menaje repetido en muchos mítines de campaña, el cambio del cambio, que habría de levar al Gobierno una práctica política nueva, atravesada por la voluntad de asumir el disenso, que así debería leerse la incorporación al proyecto socialista de gentes como Garzón. Y podría servir su victoria para liquidar definitivamente esa farsa entre los llamados guerristas y renovadores -unos y otros guerrean y renuevan, siempre, al amanecer, allí donde dominan- y determinar cuánto macabro trapicheo personal se oculta tras los armazones ideológicos en cada caso disponibles.

Y con ese éxito, Felipe puede, naturalmente, morirse. "Morir de éxito" fue en tiempos sentencia brillante y propia. Hoy, más que nunca, esa sentencia le atañe con la implacabilidad de un reto. El jardinero, otrora caballo, capaz de hablar durante horas ante los visitantes perplejos de los in jertos de encina, puede envejecer sin trauma en la purpúrea compañía. Asistiendo impávido y solo a la lenta fuga de los votos que después de mucha incertidumbre le dieron gentes comprometidas más consigo mismas que con el propio Felipe, poderosa encarnación, en todo caso, de una amplia generación de españoles satisfechos, solidarios, aunque inevitablemente instalados en la razón de Occidente, para los que la derecha todavía es una ofensa estética y una muy dubitativa garantía de defensa de sus intereses éticos y materiales.

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