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Un sistema igual a sí mismo

Jorge G. Castañeda

En este agitado fin de milenio, pocas cosas permanecen tan iguales a sí mismas como el sistema político mexicano. Fundado en la estela de la primera revolución de este siglo, se consolidó durante los años turbulentos y económicamente deprimidos que antecedieron a la II Guerra Mundial. Desde entonces, México vive bajo un régimen político cuyo mecanismo determinante -la sucesión presidencial- funciona automática y milagrosamente cada seis años. He aquí la mejor prueba de lo poco que ha cambiado México bajo Carlos Salinas de Gortari: la sucesión de este año y el entrante se parece como una gota de agua a todas las anteriores. Y es por insistir en acomodar a toda costa las exigencias de ese procedimiento sucesorio antidemocrático y arcaico, y por ello mismo frágil y complicado, que la ratificación del Tratado de Libre Comercio (NAFTA o TLC) entre México, Estados Unidos y Canadá se ha convertido en una pesadilla para el presidente Bill Clinton.En efecto, el equipo gobernante mexicano les advirtió a sus contrapartes estadounidenses desde el año pasado que era imperativo lograr que el convenio entrara en vigor a tiempo, ya que cualquier posposición entrañaría serios riesgos para la estabilidad política y económica de México. Fue tan convincente y sentida la súplica que su fundamento se convirtió en el argumento más poderoso -y quizá a estas alturas en el único argumento- esgrimido por los abanderados del NAFTA en Washington. Ante la embestida contra el libre comercio de sindicatos, ecologistas, iglesias y Ross Perot, el último reducto de su defensa ha pasado a ser la seguridad nacional: el TLC es necesario para Estados Unidos porque sin él se producirá una nueva y seria crisis de sucesión en México, que pondría en tela de juicio las reformas económicas del régimen actual y socavaría la popularidad del presidente Salinas, así como su lugar en la historia.

El razonamiento es eficaz, persuasivo y falso. Tres consideraciones así lo demuestran. La primera es de índole estrictamente económica: la posposición o el congelamiento del acuerdo de libre comercio -rechazo categórico no habrá, ya que Clinton no enviaría un paquete al Congreso sin la certeza de que sería aprobado- sólo puede ser visto como el fin del mundo si su aprobación es vista como el principio de un nuevo mundo, feliz y próspero, para México.

Sin embargo, los mismos defensores del TLC insisten en algo que contradice esta tesis: la mayoría de las supuestas ventajas del acuerdo ya están vigentes; el documento sólo las formalizaría. El comercio entre México y Estados Unidos ya se ha elevado a un ritmo vertiginoso; los aranceles entre ambos países ya son sumamente bajos; buena parte del intercambio mexicano-norteamericano se encuentra ya libre de gravámenes. Las principales reformas económicas en México ya han sido realizadas, y el país ya se ha abierto a la inversión extranjera. De no haber TLC, ni volverían a subir los aranceles ni serían expropiadas las propiedades norteamericanas.

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Por otra parte, todos los estudios -empezando por aquellos altamente favorables al acuerdo- muestran una incidencia modesta del TLC en la evolución de la economía mexicana a mediano plazo: de medio punto a un punto de crecimiento adicional del producto interior bruto anual; de 50.000 a 100.000 empleos más al año, esto en un país que requiere de la creación de un millón de puestos de trabajo anuales para absorber el crecimiento de su población. El hecho de que las autoridades mexicanas y la prensa de Estados Unidos hayan presentado el NAFTA como una panacea que curará todos los perennes males mexicanos no significa que así sea. La infinita dificultad de crecer debido a la restricción financiera externa, la abismal y creciente desigualdad de la sociedad mexicana y la ausencia de un sistema político democrático son taras que ni la NAFTA ni nada podrá borrar de la noche a la mañana.

La segunda razón que sirve para relativizar las consecuencias de una negativa al NAFTA este año es de orden financiero. Se ha insistido mucho en que el enorme caudal de inversión extranjera de cartera acumulada en la Bolsa Mexicana de Valores no resistiría un cambio de expectativas: sin NAFTA, el dinero se fugaría, refugiándose de nuevo en Miami y en Suiza, y en Caimán o en Los Ángeles. Esto, a su vez, desataría varias corridas contra el peso, todo lo cual desembocaría otra vez (como cada seis años: 1976, 1982, 1987) en una devaluación, trágico desenlace de un sexenio con otras ambiciones.

Si bien este panorama no es enteramente descartable, conviene imprimirle varios matices. El primero, y el más importante, estriba en el carácter estructural y subyacente del problema: la divisa mexicana y las cuentas externas del país se encuentran en una situación de extrema debilidad con o sin NAFTA. En 1992, año de una raquítica expansión de la economía, el déficit externo sumó 23.000 millones de dólares, o el 7% del PIB; esto es insostenible, por fuerte que pudiera ser el influjo de fondos como resultado de una expedita ratificación del acuerdo. El ajuste de la paridad mexicana sólo es cuestión de tiempo (ciertamente, un criterio crucial en política). Las elevadísimas tasas de interés actuales, indispensables para atraer los capitales externos que financian el déficit, han arrastrado a la economía mexicana a una recesión severa y larga. Cuando se busque volver a crecer, resultará impostergable una modificación en el valor del peso, lo quiera o no el Gobierno, se haya aprobado o no el TLC.

En el fondo, el problema yace en los tiempos, como en cada sucesión presidencial. Las autoridades hacendarias mexicanas no pueden devaluar la moneda antes de la aprobación del convenio por el Congreso norteamericano: ello repercutiría negativamente en las ventas estadounidenses en México, al mismo tiempo que elevaría las exportaciones mexicanas a Estados Unidos. Tampoco es factible una devaluación inmediatamente después de un hipotético voto positivo del Congreso: equivaldría a tomarle el pelo al poder legislativo del nuevo socio.

Pero las elecciones presidenciales serán en agosto de 1994: imposible devaluar pocos meses antes, sin correr el riesgo de perder, o de verse obligado de nuevo a un fraude electoral generalizado. De allí la urgencia del Gobierno del presidente Salinas de Gortari por finiquitar el trámite del NAFTA: su destino está atado a la posibilidad de posponer cualquier devaluación hasta después de los comicios del año próximo.

Lo cual nos lleva a la tercera razón -la que es decisiva- de la falsedad del catastrofismo en torno al acuerdo de libre comercio. El régimen actual en México quiere posponer lo más que pueda cualquier cambio brusco en la paridad: al igual que todos sus antecesores. Los últimos tres no lo lograron: tanto Luis Echeverría como José López Portillo y Miguel de la Madrid se vieron obligados a devaluar antes de irse. La explicación no se hallaba entonces en el NAFTA o en el Congreso norteamericano, sino, al igual que ahora, en el mecanismo sucesorio mexicano. Cuando el poder se transfiere por la vía del dedazo y no mediante elecciones; cuando la clave de bóveda del proceso es el sigilo y la conspiración; cuando uno de los criterios principales de la selección es la forma en que el escogido cubrirá las espaldas del predecesor, de su familia y de sus amigos, no es de extrañar que cada fin de sexenio culmine en una crisis financiera, de confianza y de destino nacional.

Pero la culpa la tiene el sistema sucesorio, no el entorno económico. De haber un NAFTA este año, quizá se evite la crisis que se perfila ya en el horizonte; pero conviene recordar que sin NAFTA ni riesgos de su rechazo, jamás se ha dado una sucesión indolora en México. Cada fin de sexenio ha tenido su derrumbe, salvo quizá en 1963, cuando un Adolfo López Mateos le entregó anticipadamente el mando real a Gustavo Díaz Ordaz a raíz de su deteriorada salud. La aprobación oportuna del NAFTA evitaría uno de los descalabros posibles, sin garantía alguna de que otro no sucediera, como siempre desde hace más de cincuenta años. En cambio, salvaría el factor causal más importante de un sinfin de dramas pasados y adicionales: el tapadismo mexicano, o la tragicómica sobrevivencia del Imperio Romano en la víspera del siglo XXI.

El futuro de México no depende del acuerdo de libre comercio: ni de su aceptación, ni de su rechazo. Y el destino del NAFTA no se encuentra en la especie de chantaje implícito de los partidarios -mexicanos y estadounidenses- de la tesis de seguridad nacional. Su suerte está en manos imprevisibles o erráticas: la evolución de la economía de Estados Unidos, el éxito político del presidente Clinton y, en particular, de su reforma del sistema de seguridad social norteamericano, y del encono, la fuerza y el dinero de Ross Perot. Un país del tamaño, la grandeza y la trascendencia de México no puede vivir o morir por motivos tan aleatorios.

es profesor visitante de Relaciones Internacionales en la Universidad de Princeton.

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