El cartero siempre llama dos veces
A condición de no tomarlas como profecías de ineludible cumplimiento, las analogías entre momentos históricos emparentados por rasgos significativos pueden resultar útiles. Así, la moral de victoria del PP ante el 64 recuerda la seguridad en el triunfo de los socialistas en vísperas de las elecciones generales de 1979; en ambos casos, un gobierno de veteranos cincuentones se siente amenazado por una oposición de gentes inexpertas que están llegando a la cuarentena. Las encontradas posiciones ideológicas de los rivales no impiden ese intercambio simétrico de papeles en el escenario: mientras en 1979 la izquierda abanderaba la renovación política y el remozamiento generacional, la derecha proclama ahora idénticos mensajes.Las analogías se extienden incluso a las maniobras políticas. Alarmado por el ímpetu del avance socialista pronosticado por las encuestas durante las primeras semanas de 1979, el gobierno de UCD llegó a la conclusión de que la única forma de ganar las elecciones era desorbitar los riesgos que la conquista del poder por los socialistas implicaría para la estabilidad política, la seguridad jurídica y la economía de mercado; la dramática intervención televisiva de Adolfo Suárez en el último día de campaña fue interpretada por muchos amedrentados hogares como el anuncio de que la eventual victoria del PSOE abriría un proceso apocalíptico caracterizado por el aborto obligatorio, la nacionalización de las mercerías y la acampada de los tártaros en las riberas del Manzanares.
Invirtiendo el sentido de la marcha, el PSOE está aplicando en 1993 ese mismo tratamiento de choque al PP. Las gruesas exageraciones lanzadas por los socialistas en torno al peligro de una eventual victoria popular, comparables con las hipérboles alarmistas difundidas por UCD hace catorce años ante el posible triunfo del PSOE, no deberían ser tomadas al pie de la letra como afirmaciones veraces sino recibidas más bien a beneficio de inventario como escaramuzas retóricas de una competida batalla electoral. Por ejemplo, resulta dudoso que las tonterías paranoides de Alfonso Guerra sobre los imaginarios mensajes subliminales enviados por Aznar al electorado de ultraderecha (el azul de los carteles como reminiscencia de Falange o los saludos mitineros con el brazo en alto y la mano extendida como guiño a los fascistas) sean creídas ni siquiera por sus propaladores.
La lucha por el centro aconseja ahora a los socialistas -como en 1979 a UCD- empujar a sus rivales hacia los extremos del espectro ideológico. El PP es presentado, así, como un regreso de la derecha incivil y autoritaria; de no ser porque el contexto de la campaña electoral permite tomarse a broma esa burda caricatura, la visión esencialista e intemporal de los populares como simple ectoplasma de una derecha eterna -comparable con el conde Drácula- probaría que el PSOE renunció al materialismo histórico sin haber leído antes a Marx. Porque esa inverosímil defórmación del PP puede producir el efecto perverso de ocultar ante un escéptico electorado sus defectos reales.
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