La izquierda imprescindible
SI UNO HICIESE caso de los dictámenes que dejan oír a nuestro alrededor el oportunsmo y el rencor, habría que resignarse a una sociedad políticamente dividida no ya entre izquierdas y derechas, ni siquiera entre socialistas y antisocialistas, sino entre gubernamentales y antigubernamentales. Sigo creyendo que, con todos sus muchos defectos y malentendidos, aún puede ser útil hablar de izquierdas y derechas, aunque sea con cierto distanciamiento y tongue in cheek.
Desde luego, si ser de izquierdas es ser antimercado, prometer (que no presentar) una alternativa global a los males atroces del capitalismo (mayúsculo y monolítico), cantar loores a las buenas intenciones de los difuntos comunistas de la plaza Roja, no conocer imagen más realista del infierno que la sociedad norteamericana, etcétera, es lógico que la izquierda no le interese ni a ustedes, ni a mí, ni a casi nadie. Pero ese menú rancio y tóxico. nunca fue obligatorio, hoy menos que ayer. Puede considerarse, en cambio, que la izquierda se basa en la convicción de que ciertos valores no pueden ser defendidos ni ciertos proyectos alcanzados sin que un espíritu público, con fuerza institucional, oriente al conjunto social en una línea determinada. Una cosa es no creer en dogmas utopistas y permanecer siempre atento a la evolución histórica de los intereses o las mentalidades, otra muy distinta creer que hay una mano invisible no sólo en la economía, sino también en la política, y que es la mano de Dios y no la del diablo.
Sería pretencioso tratar de detallar aquí una serie mínimamente suficiente de negocios para las izquierdas. Por tanto, voy a dejar de lado cuestiones básicas, pero tan conocidas que da sonrojo mencionarlas, como garantizar y defender libertades públicas frente a autoritarismos policiales, erradicar la tortura (lo cual implica castigar y no ascender a los torturadores), mejorar la situación de las cárceles, acabar con el servicio militar obligatorio (lo que resolvería de paso el problema de la insumisión sin condenar a los rebeldes ni a los jueces que los comprenden), afrontar sin anteojeras puritanas el problema de las drogas, apoyar cuanto fomente el internacionalismo y la creación de autoridades que contemplen los problemas a escala mundial, etcétera.
Es preciso estudiar a fondo el nuevo estatuto del trabajo en la sociedad que oscila desarbolada entre el paro y el ocio. Como desde hace años propugnan pensadores imaginativos tipo André Gorz, y no bastan las denuncias decimonónicas del marxismo ni el ciego clamor por el pleno empleo. El liberalismo potenció lo productivo de la sociedad; el sindicalismo clásico protegió lo social en la producción; se necesita urgentemente ir más allá, liberar a la integración social de su vinculación con la producción a ultranza, repartir el trabajo sin desamparar al que ha de realizarlo, etcétera. En todo caso, cada vez habrá más tiempo libre, es decir, no directamente productivo. Evitar que no se disipe en puro gasto, en derroche frenético de dinero o de violencia, es un problema ante todo de educación y de cultura. Cuanto más inculto es alguien (en el sentido radical de la palabra: la mayoría de los incultos tienen estudios superiores) más dinero necesita para matar el tiempo. Una persona está bien educada y tiene cierta cultura cuando sabe divertirse con poco dispendio: y es sabia cuando lo pasa bien gratis. Si la izquierda no defiende estas verdades elementales y más necesarias que nunca, ¿quién lo hará?
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