El orgullo de una generación
Por orgullo está aquí. También por eso. La defensa del orgullo maltrecho de una generación ha sido, según los que conocen, una razón fundamental para que el temperamento esquizoide de Felipe González no se decantara finalmente por el abandono de la política. Por orgullo ha subido a la tribuna de la plaza de toros de Valencia a comerse el mundo, a inaugurar formalmente la campana, mientras la gente, reunida, cuentan, como jamás se había visto en la ciudad, le aclaman como algo más que a un hombre. Gentes de edades muy diversas cosidas también por un sentimiento común: que la erizada advertencia que recorre España, la vuelta de la derecha, no llegue todavía a concretarse.Ha venido Felipe caliente y exultante, embriagado por el perfume de Europa que respiró el jueves en la ciudad de Carlomagno. Allí también destiló, de académica manera, el mismo orgullo generacional, el de todos aquellos que accedieron a la política "no de una manera serena y ordenada, a través de un calendario lógico de compromisos y de experiencias acumuladas, sino como respuesta a un imperativo ético". Una generación que "no había tenido", así continuaba su discurso de aceptación del premio en precisa referencia autocrítica, "ninguna opción de contrastar con la realidad sus intenciones y propósitos".
La tarea de la modernización, de la lucha contra el aislamiento castizo, la tarea de la solidaridad no está acabada. Eso piensa y eso dice Felipe. Y parece que en esta noche iniciática, en Valencia, las gentes socialistas sopesan antes la erizada advertencia que las propias circunstancias, positivas o negativas del presente. Habla el candidato sin contemplación ninguna. Vale evocar aquí en Valencia a Azaña, "la paz, la piedad y el perdón", mezclados tal vez los testigos supervivientes del último paso hacia el exilio del político republicano con jóvenes lectores de La velada de Benicarló. Esta noche, en efecto, las generaciones parecen bien cosidas en la plaza. Vale evocar a Azaña, Fernando de los Ríos, Antonio Machado, las esperanzas frustradas del progresismo español, si se trata de evitar el paso atrás, de ganar las elecciones y de salvar el orgullo.
La derecha debe de asistir atónita a este espectáculo, tan experta ella en las fantasmágoricas evocaciones del pasado. Pero que Felipe haya de acudir a ese candente recurso historicista no debiera parecerle a la derecha un triunfo pequeño. No es el voto del miedo, razona de pronto el candidato, atemorizado tal vez por el eco metafórico de sus alusiones. Es el voto del orgullo. "Votadme con alegría, sin resignación", les dice. No hay ni un solo rasgo de humor en su discurso.
Venía esta noche el candidato ungido de su día feliz en Aquisgrán. Pero tal vez acosado también por el síndrome Gorbachov, esa enfermedad de la vida y de la política que consiste en la acuciante necesidad de amar y ser amado en los aeropuertos mientras atrás el mundo propio entra en descalabro. Por eso se ha frotado impudorosamente con las gentes antes y después de hablarles; por eso las ha dejado llegar hasta él, con la fe del que va en busca de mano de santo. Por eso, y para que el orgullo de una generación que dicen dejó la vida en la política no quede embalsamado en tierra extraña, llegó y habló ayer en Valencia de tan urgente manera.
El pasado ilumina el presente. Con esa luz y desde esa tiniebla, piensa Felipe González ganar las elecciones.
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