Capilla -
Con la religión me pasa lo que con los helados. Cuando era chica y no tenía ni un duro, me moría por los cucuruchos de chocolate y vainilla, y ahora que más o menos me los puedo comprar, sencillamente los detesto. Entonces resulta que, de cría, yo era una beata de muchísimo cuidado, pero sin posibles. Y ahora que podría comprarme una capilla en la Almudena, aunque fuera a plazos, porque encima está al lado de casa, me he vuelto tan atea y materialista que no sabría qué hacer con ella.¿O sí?
Una soltera de fuste, lo que se dice una mujer de nuestro tiempo, con el corazón dividido entre el amor y la profesión, debería -creyente o no- disponer de capilla propia, con objeto de señalarlo en las tarjetas y ponerlo en las invitaciones. "Reúnete conmigo para tomar unas copas después del Tedéum". "Vamos a celebrar el solsticio de verano con una misa solemne y canapés". O: "Cumplo años, ¡no te pierdas los inaitines!". Capilla propia, menudo farde. Te ligas a un tío, y, antes de meterlo en el dormitorio, le haces pasar por el oratorio y le obligas a jurar de rodillas que el asunto va a durar por lo menos veinte minutos; a lo mejor, funciona. Y si no, como también están a la venta unas tumbas de la cripta, lo estrangulas y le das cristiana sepultura sin más, un poco como los asesinos en serie norteamericanos. En fin, un amplio abanico de posibilidades.
Por otra parte, ya que voy a tener el barrio perdido de gente del Opus que irá y vendrá de la capilla que han adquirido para venerar al beato Escrivá -y más aún si gana el PP y se ponen a darle las gracias-, ¿no sería justo que al menos también yo pueda transitar de la capilla a casa y de casa a la capilla, vestida de manola?
Y, a lo mejor, desgrava.
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