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Cruzados del arco iris

Mario Vargas Llosa

El tren en que mi mujer y yo viajamos a Washington estaba lleno de gays y lesbianas que iban a la manifestación del 25 de abril, publicitada por los organizadores como la más grande movilización en favor de los derechos humanos en Estados Unidos desde la célebre marcha de los, sesenta encabezada por Martin Luther King.La atmósfera del vagón era festiva y entusiasta, pero el muchacho que vino a sentarse frente a nosotros no podía compartir la alegría de sus amigos. Era un pedacito de persona, consumido por la enfermedad, y tan débil que, cuando pidió un vaso de agua, apenas le oímos la voz. Llevaba un arete en la oreja izquierda, casaca de cuero, botas de explorador y las insignias de uno de los grupos homosexuales más extremos en la lucha contra el sida: ACTUP. Cuando lo ayudé a llegar hasta la silla de ruedas que lo esperaba en el andén, en Washington, advertí que era como ingrávido, un cuerpo ya sin carne y con los huesos quebradizos de un pajarillo.

Los enfermos de sida, agrupados bajo banderolas que lo proclamaban, llevados en coches, camillas, ayudándose con bastones y muletas o arrastrándose unos a otros, ponían una nota dramática, cada cierto tiempo, en las columnas que iban confluyendo en la explanada contigua a la Casa Blanca, entre el Capitolio y el monumento a Washington, en las que dominaba, más bien, un deportivo optimismo y abundantes rasgos,, de humor. La exigencia de mayores recursos para la investigación de este flagelo, que ha causado la muerte de 150.000 personas en Estados Unidos (dos tercios de ellos homosexuales), y de más ayuda para sus víctimas, era una de las reivindicaciones principalesdel mitin, y, sin duda, la que correrá mejor suerte con el Gobierno de Clinton.

Otra, la abolición de todas las trabas para gays y lesbianas en las Fuerzas Armadas, algo que el presidente prometió durante su campaña, intentó poner en práctica apenas asumió el poder, y que ha debido luego postergar por unos meses, debido a la reacción hostil que la medida encontró en los altos mandos militares y en la opinión pública, 70% de la cual la rechaza. En la marcha desafiaban aquella prohibición veteranos de Corea, Vietnam o el golfo Pérsico, en uniforme y luciendo medallas y condecoraciones.

Había blancos y negros, amarillos e hispánicos, jóvenes, maduros y ancianos, y casi tantas mujeres como hombres (si puedo usar esta expresión), de modo que estaba bien elegida la bandera que todos los manifestantes agitaban: la de los siete colores del arco iris. Había los estrafalarios del cuero, la gorra y las cadenas, los que enarbolaban estandartes proféticos -"En el tercer milenio, el mundo será marica"-, clasificatorios -"Somos bisexuales", "Somos transexuales", "Somos S/M" (sadomasoquistas)-, solidarios -"Apoyo heterosexual a la lucha homosexual"- y cómicos -"En casa, nuestra gata es invertida, y nuestro perro, rosquetón". Había los hambrientos de publicidad -muchachas con los pechos al aire, tarzanes oreando las nalgas en la tibia tarde primaveral y travestistas arrebosados en tules y afeites como viejas pericas.

Pero, en verdad, los grupos excéntricos y disforzados eran muy minoritarios, en una masa en la que parecía tan representada la sociedad media de Estados Unidos como en otra célebre marcha que me tocó observar, en este mismo lugar, desde mi oficina en el Wilson Center, hace 13 años: la de la miriada de sectas, organizaciones y grupos cristianos de la derecha religiosa. Profesionales y oficinistas de atuendos y caras inter-. cambiables, mujeres de cabellos grises y vestidos severísimos a quien uno imaginaría llevando una vida convencional y hasta monjil, jóvenes deportistas y universitarios privilegiados de la clase media codeándose con vagabundos, desempleados, y con quienes han optado por formas alternativas de existencia a las del promedio social. Me sorprendió el crecido número de padres de familia que se manifestaban en apoyo a sus hijas lesbianas o a sus hijos gays.

¿Cuántos eran? Un millón dicen los organizadores, y la policía, 300.000. El número real debe de andar a medio camino entre ambos cálculos. Es, en todo caso, muy alto, y -en esto coinciden adversarios y simpatizantes- marca un hito, una nueva etapa en la lucha de las minorías sexuales de Estados Unidos contra la discriminación y el reconocimiento de sus derechos. A juzgar por una reciente encuesta, la población homosexual norteamericana es apenas un 1% del total, mucho menos de lo que sugirió hace cuatro décadas el célebre Informe Kinsley -10%-, aunque este porcentaje ha sido rebatido por científicos que tienden a elevarlo hasta el tres e incluso el cinco por ciento.

La movilización de los homosexuales por la igualdad de derechos en el plano legal ha ido obteniendo victorias importantes en los últimos años y el triunfo electoral de Clinton le ha dado un nuevo impulso. El presidente recibió un apoyo casi unánime de este sector, que se movilizó para conseguirle fondos y votantes durante la campaña, y, por primera vez en la historia, Clinton ha nombrado gays y lesbianas notorios a cargos importantes de la administración pública. Además, en un gesto simbólico, el 16 de abril recibió en la Casa Blanca a una delegación de dirigentes de distintos grupos homosexuales y envió un mensaje de simpatía que fue leído en la marcha de Washington.

En contraste con Colorado, que ha instituido una disposición legal que frena la adopción de medidas¡ en favor de los homosexuales, ocho Estados han aprobado hasta ahora leyes específicas prohibiendo cualquier tipo de discriminación contra las minorías sexuales, aunque sin admitir los matrimonios entre personas del mismo sexo ni conceder el sistema de cuotas obligatorias en el empleo, algo que, a semejanza de las minorías étnicas, reclaman ciertos grupos radicales de gays y lesbianas.

Mi impresión es que, por más retrocesos que ocurran y por más contraofensivas de los sectores conservadores, en el campo jurídico este proceso es irreversible y culminará, más pronto o rnás tarde, con la abolición de todas las leyes y reglamentos que discriminan todavía, a nivel federal o estatal, contra los individuos particulares en razón de su orientación sexual. El sexo, como la amistad, como la fe, como el amor, pertenece a la vida privada de las personas y nadie, empezando por el Estado, tiene derecho a inmiscuirse en dominio tan íntimo. Lo que hagan dos o más personas adultas, y de mutuo acuerdo, en aquellos dominios es de su exclusiva incumbencia, o debería serlo, al menos, en una sociedad democrática. Estados Unidos ha ido, en este campo, más lejos que la mayor parte del iresto de los países, confirmando una vez más aquella tesis que- lanzó hace 20 años Jean-François Revel según la cual ésta era la sociedad más "revolucionaria" del mundo por su aptitud para ensayar lo nuevo.

La movilización política de los homosexuales es un fenómeno sorprendente, por lo menos en las proporciones que ha alcanzado en Estados Unidos en los últimos años, y la mejor prueba de ello es que muchos políticos, como el presidente Clinton durante su campana electoral, tienen ahora muy en cuenta a un sector tan organizado, militante y capaz de producir tantos recursos económicos y votos. Durante la hora que pasé curioseando por la marcha de Washington vi desfilar por el estrado al alcalde de Nueva York, a un emisario de Clinton y a varios senadores y representantes para dar mensajes de apoyo.

Sin embargo, dudo mucho

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Copyright Mario Vargas Llosa 1993. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

Cruzados del arco iris

Viene de la página anteriorque llegue a ser una realidad tan próxima como la de la igualdad jurídica, aquella aspiración que un grupo de lesbianas, con quienes mi mujer y yo conversamos un momento, nos resumió así: "Queremos que la gente nos mire con naturalidad, sin sorprenderse". Ésa es una ilusión remota, una meta que, para cumplirse, requiere una revolución cultural y moral que, por ahora, sólo es concebible en una élite educada y urbana, algo que está a años luz de la mayoría del cuerpo social, a la que, más bien, el activismo de los homosexuales e iniciativas como el mitin de Washington, asusta, desconcierta y lleva a aferrarse a sus prejuicios tradicionales e, incluso, a prestar un oído favorable a los extremistas religiosos, empeñados en revertir el proceso.

Paradójicamente, del mismomodo que el reconocimiento del multiculturalismo de la sociedad norteamericana es fuente de divisiones y aguerridos debates en el mundo académico -donde aquella diversidad fue reconocida antes que en ninguna otra institución-, los avances en la esfera de los derechos humanos de las minorías sexuales han servido de acicate para que muchos sectores religiosos y políticos conservadores depusieran sus diferencias e hicieran causa común contra quienes han hecho una elección sexual que consideran "inmoral, viciosa y dañina para la salud". Esta alianza obtuvo hace poco un gran éxito político, con el despido del comisionado de educación para el Estado de Nueva York, quien había introducido en las escuelas primarias unos manuales explicando la homosexualidad masculina y femenina de manera neutral, sin tono crítico.

¿Estarán marcados por este tema los siete años que faltan para el fin del milenio? No hay duda que, en Estados Unidos, y, por derrame inevitable, en buena parte del mundo occidental, problemas y debates relacionados con los derechos humanos de gays y lesbianas ocuparán el centro de la actualidad política, reemplazando lo que fue, a partir de los sesenta, el combate de las minorías raciales.

Hay una gran diferencia, sin embargo. Aunque la lucha contra cualquier forma de discriminación es legítima y necesaria, en este caso los progresos sociales y legales obtenidos se alcanzan al precio de un inevitable empobrecimiento de la actividad en sí, lo que no pasa cuando se trata de abolir barreras que impiden el ejercicio de una religión, de una lengua, de unas costumbres, o de conceder los mismos derechos a quienes los tenían recortados por el color de su piel. Porque es privada e íntima, expresión de la más recóndita entraña de la personalidad, la vida sexual es compleja, múltiple, refracción de toda la experiencia acumulada, un dominio que asegura a hombres y mujeres una incomparable fuente de placer y una secreta grandeza. Proyectado sobre la palestra pública, exhibido a diestra y siniestra y manoseado por políticos y publicistas, convertido en objeto de negociaciones administrativas, de pujas parlamentarias, de diario envilecimiento periodístico, de reglamentaciones y codificaciones, el sexo se banaliza hasta lo indecible. ¿En qué quedará convertido en el futuro? ¿En una variante de la gimnasia, en una calistenia situable entre la lucha libre, el yudo y la danza moderna? Bataille decía que la "permisividad" mataba el goce sexual, pues éste dependía, en buena parte, de los tabúes y mitos que la religión y la cultura habían levantado alrededor del sexo. Los gays y lesbianas pueden llegar a descubrir, al final de sus esfuerzos para ser reconocidos y considerados normales, que, desaparecido el carácter transgresor de su elección sexual, ésta ha perdido, si no toda, buena parte de su razón de ser. Totalmente normalizado, el sexo deja de ser sexo.

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