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Tribuna
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La venganza

El viernes pasado sucedió en Barcelona un hecho raro: buena parte de las 18.000 personas que abarrotaban el Palau Sant Jordi para escuchar a Raimon abroncaron a la clase política catalana a instancias de un enérgico Paco Ibáñez. Nunca hasta ahora los políticos catalanes -desde Serra hasta Colom- habían sido objeto de una impugnación simbólica semejante. A primera vista parece sencillo determinar las causas de esa actitud en un ambiente infestado por el descrédito de la política, atravesado por la sombra o la luz de la corrupción en plenas calendas preelectorales aunque siempre se sospechó que e Cataluña -presunto oasis desde la República- la distancia entre políticos y ciudadanos no había alcanzado el desapego evidente en otro lugares de la Península. Lo del Palau, aunque estadísticamente insignificante, tal vez sea un signo de que las cosas, en este sentido, están cambiando. Sin embargo, hay otra vía de análisis más sugerente: pudo suceder que esa bronca de los espectadores -gentes en su mayoría entradas en edad- no estuviera dirigida a nadie más que a ellos mismos. Si esa bronca tuvo por inconsciente móvil hacer saber a los políticos que el tiempo transcurrido entre las postrimerías del franquismo y la contemporaneidad ha dejado cadáveres, deudas por saldar y traiciones si tuvo por objetivo subrayar la distancia entre lo que fuimos y lo que somos, y hacer un rápido y apasionado balance sobre la semántica de las ilusiones, entonces parece claro que los abroncados no fueron solamente los miembros de la fila cero. Cuesta creer que los políticos hay recorrido un camino demasiado diferente del andado por el resto de los miembros de su generación. no debe haber inconveniente -forma parte de su sueldo- para que encarnen la venganza. Pero sabiendo exactamente de quién, en el fondo, nos estamos vengando.

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