Utopía y futuro
He expuesto con frecuencia y detalladamente mi propia posición con respecto a la utopía, posición que puede resumirse brevísimamente de esta forma: creer que existe una técnica para conseguir en la tierra una sociedad totalmente libre de conflictos equivale a abrir la puerta al despotismo totalitario. La utopía solamente se puede realizar como su propia caricatura, como obligada simulación grotesca de la fraternidad. Lo que no quiere decir, de ninguna manera, que la idea de la fraternidad humana tenga que ser, dado que no puede introducirse nunca a través de medios institucionales, abandonada como una fantasía inútil e infantil.Está bien saber que la fraternidad universal es, como tarea técnica, una empresa imposible; lo humano par excellence es la libertad de conducta, y la libertad presupone que las metas y aspiraciones de los individuos concretos tengan que chocar inexorablemente entre sí; esa libertad presupone también que nuestras necesidades y apetitos puedan aumentar en una espiral infinita. Y a pesar de ello, o quizá por ello, la engañosa imagen de la fraternidad no sólo parece útil, sino imprescindible, no como meta accesible, pero sí como luz que alumbra nuestro camino, o como herramienta con la que juzgar a las personas, las cuestiones y las instituciones humanas.
Observando cómo el mundo totalitario se derrumba en todas partes, disfrutamos de una sensación de alivio -hasta hace poco, aunque ahora ya no, incluso de euforia-. Y aunque de las distintas esquinas del mundo nos llegue, visto desde la perspectiva de las tiranías que se van derrumbando, un sollozo histérico, está permitido creer que la idea de la democracia, de los derechos individuales y del Estado de derecho ha vencido en el sentido de que no fue posible proporcionar alternativas convincentes y viables; también los regímenes despóticos intentan, casi siempre con ridícula torpeza, disfrazarse con ropajes democráticos. También está permitido suponer, tras los resultados catastróficos de la denominada planificación centralista, la inexistencia de alternativa alguna frente a la economía de mercado. A pesar de las dificultades monumentales de este paso, y de muchas esperanzas defraudadas, posiblemente parecerá que la humanidad se encuentra, por fin, en el buen camino y que, en ese sentido, la historia ha llegado a su fin, como nos ha anunciado el famoso libro.
La realidad es seguramente mucho menos consoladora y mucho menos inequívoca. La democracia no es naturalmente una ideología supercomprensiva; supone solamente el mejor método inventado para canalizar conflictos sociales y para solucionarlos mediante compromisos. No proporciona a las personas sentimiento alguno de s comunidad, cosa que éstas necesitan, y no genera fraternidad (más bien lo contrario). La mano invisible del mercado -además de ser, como reconoce cualquiera, incapaz de solucionar automáticamente todos los problemas sociales y culturales pone en marcha un mecanismo en el que la codicia es el motivo principal de las acciones humanas.
Ambas cosas, democracia y economía de mercado, incluidos todos sus aspectos desagradables -su corrupción y mentiras- son infinitamente mejores que la obligatoria fraternidad totalitaria. Pero ésa no es toda a verdad.
Tanto la solidaridad altruista con los demás, la disposición a ayudar a nuestros congéneres, como la indiferencia egoísta frente a los demás, tanto los instintos sociales como los egoístas, pertenecen evidentemente a nuestra dotación espiritual normal, y probablemente ambos están determinados biológicamente; ambos se limitan entre sí. Por eso no son realizables ni los sueños puramente liberales ni los rousseaunianos de la plenitud: ni la utopía basada en la visión de que cada persona piensa sólo en su propia satisfacción, ni la que presupone que tenemos, por naturaleza, como meta únicamente el bienestar del todo social y que nuestra codicia tiene sus raíces en las instituciones artificiales, antinaturales de la civilización moderna. A la vista de nuestra experiencia, sería irresponsable confiar en que el todo armónico se forme por sí solo a partir de incontables egoísmos, o que pueda ser planeado y construido por tecnólogos sociales bondadosos y sabios. Dado que ambos instintos, el de solidaridad y el de codicia, nos empujan en direcciones opuestas, habría que esperar, conforme al sano sentido común, que los conflictos y la animosidad constituyan un componente constante del destino humano. Previsiblemente, los seres humanos encontrarán siempre buenas razones para desplazarse entre sí.
Ni siquiera la fraternidad es necesariamente un sueño seguro, puesto que la mayor parte de las veces aparece como una solución que pone a las personas pertenecientes a una tribu, a una nación, raza, o clase, frente a las otras, y que debe asegurar la cohesión y unión en la lucha y potenciar la enemistad mortal. La humanidad como el lugar de la fraternidad sigue resultando algo todavía excesivamente abstracto, a pesar de todos los llamamientos de las grandes religiones mundiales, que nos recomiendan reconocer al ser humano en cada persona, y no sólo en los miembros del propio clan o del propio grupo de intereses.
Sin, embargo, el nuevo despertar de las pasiones tribales quizá no sea lo más peligroso para el futuro de la soñada fraternidad universal. Tras decenios de crecimiento económico, desigual e irregular -pero, en conjunto, progresivo-, nos hemos acostumbrado a creer que todos tendremos, en un futuro sin determinar, más y más de todos los bienes (incluido el espacio privado) y que ganaremos lo mismo. Pero es altamente probable que esta mentalidad, que mantiene expectativas infinitas, choque pronto contra el duro muro de la realidad. Ese muro va siendo erigido de manera escalonada, pero inexorable, por las amenazas ecológicas y demográficas. Es seguro que tendrá que emplearse más y más de nuestro trabajo, esfuerzo, dinero y tiempo para plantar cara a las consecuencias de las catástrofes ecológicas y demográficas causadas por nosotros mismos. Con lo que nos veremos obligados a aceptar un estándar de vida más modesto, a contentarnos con menos de todo.
Y entonces sobreviene el apocalipsis: pues el crecimiento -que se traduce en nuestro enriquecimiento personal- es Dios y es imposible reconocer la muerte de Dios. El tamaño de la frustración se volverá enorme, tanto entre los ricos como entre los pobres; la intensidad de la frustración no depende, como se sabe, del nivel absoluto de satisfacción, sino de la diferencia entre ese nivel y las expectativas humanas. Es inútil profetizar cuál será la forma de expresión que tome esa frustración, y la agresividad consiguiente, pero que todos los tipos de fanatismo religiosos, nacionales, ideológicos, se nutren de ello es fácil de prever; y el destino de la democracia no está asegurado, de ninguna manera, eternamente. Puede esperarse, a la vista de lo que nos dicen los científicos, que la esperanza en un espacio constantemente creciente para nuestra codicia se frustrará, y que se desencadenará la lucha por el espacio menguante, con todas las consecuencias destructivas que, naturalmente, no podemos calcular.
No quiero decir que estemos bailando valses en la cubierta del Titanic, no (todavía, no). Pero hay sencillamente buenas razones para pensar que en unos cuantos decenios seremos más pobres y que esta pobreza relativa (relativa para nosotros, los habitantes bienafortunados de la civilización occidental) será sentida como algo insoportable y dramático; incluso aunque esas renuncias y limitaciones que nos vengan impuestas les puedan parecer a los verdaderos pobres insignificantes y no sean tomadas en ningún caso como un martirio.
A pesar de tales razones y consecuencias, ningún partido o movimiento político se puede permitir decir todo esto claramente; es cierto que todos repiten ahora el credo ecológico; para sobrevivir, tienen que prometer, o al menos dar a entender que nuestras expectativas
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