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Tribuna
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Estrellas

Rosa Montero

Ya saben que acaba de alcanzarnos el fulgor de una estrella. Hace un par de semanas empezó a germinar en un rincón del cielo el resplandor de una supernova: o sea, de una estrella que estalló. Murió ese sol lejano hace 12 millones de años (los humanos apenas si llevamos millón y medio en el planeta); tanto tiempo ha tardado la luz de la explosión en llegar hasta nosotros a través de, la negrura colosal que nos rodea. Nacen y mueren los astros gigantescos, orbitan los planetas, se expande sobrehumana y perezosamente a la deriva el universo entero: y en esa sopa oscura de dimensiones impensables la Tierra no es más que una mota de polvo sideral. Pero si nuestro modesto planeta no es sino una pelotilla de porquería, imaginen lo que somos los humanos: menudencias innombrables, casi nadas orgánicas; briznas de vida que se encienden y apagan a una velocidad de vértigo. Comparados con el aliento remoto de las estrellas, nuestros avatares resultan risibles: los amores más incendiarios, los odios más tenaces, los miedos más profundos. Por no hablar de esos otros trajines humanos tan ridículos como las disensiones internas del PSOE o el paripé de la comisión ejecutiva. Que alguien lea la inefable carta de dimisión de Benegas a la luz de la supernova, por ejemplo.

Y, sin embargo, estas casi nadas efímeras y absurdas que habitamos la Tierra somos capaces de entender que ese fogonazo en las tinieblas es el estertor final de un astro lejanísimo: con lo poquito que somos, tanta sabiduría es sorprendente. Y es que los científicos dicen que, en un principio, en el universo sólo había hidrógeno, helio y algo de litio; y que fue en el corazón ardiente de los soles donde se formaron los elementos químicos que nos dieron la vida. O O sea que, aunque casi nunca lo parezca, los humanos somos hijos de las estrellas.

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