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Los Ángeles... del infierno

La ciudad californiana se ha convertido en un territorio balcanizado

Antonio Caño

La sangre ha borrado el rastro de sus buenos recuerdos. Los Ángeles nunca volverá a ser para Roberto González aquel paraíso de sueños, palmeras y sol que lo recibió hace casi 20 años y le ofreció cálidamente la oportunidad de un futuro mejor. La muerte de dos de sus hijos, apenas adolescentes, en una batalla entre bandas callejeras no sólo destrozó su vida, sino que quebrantó su fe en que la convivencia civilizada y pacífica sea posible algún día en esta ciudad brutal e incomprensible.

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Los Ángeles es una urbe que ha transitado súbitamente de la tierra prometida hasta el infierno. Desde aquella tragedia, ocurrida hace poco más de dos años, Roberto González ha abandonado en parte su negocio de imágenes religiosas, discos latinos y chucherías mexicanas para hacer algo, lo que esté en su mano, que sirva para construir un entorno más decente.Estos días ha colaborado en repartir por las calles de South Central un estremecedor llamamiento a la paz y la vida redactado por la congresista Maxine Waters: "Dios nos ha traído al mundo para que vivamos. ¡Tenemos que vivir! Sé que parece que todo lo que nos rodea son asesinatos a sangre fría y que a nadie le importa lo que nos suceda, pero tenemos que luchar por la vida, tenemos que recordar esos momentos felices en los que nace un niño y en los que surge la música gospel de las iglesias en las mañanas de domingo. Sé que pensaréis: '¿De qué diablos está hablando esta mujer si no tengo una casa para vivir o cuando salga a la calle voy a ser salvajemente detenido por la policía?'. Os comprendo, creedme. Pero la vida tiene otras cosas. No hay que dejarse matar. Hay que vivir, aunque sólo sea por el recuerdo de ese instante en el que alguien nos dijo: "Te quiero'".

Las palabras de Waters se estrellaron de inmediato contra una realidad odiosa. En el momento en el que este corresponsal conversaba con los muchachos que repartían ese mensaje, antiguos pandilleros la mayoría de ellos, dos coches frenaron en seco en la esquina de las calles Normandie y Florence -la misma en la que comenzaron los famosos disturbios de hace un año- y sus ocupantes entablaron un tiroteo que obligó a los presentes a tirarse al suelo.

Concluido el incidente, todos prosiguieron su actividad como si nada hubiera ocurrido. Ese tipo de violencia es tan cotidiano en esta ciudad como un accidente de circulación o la incomodidad del tráfico diario. La policía calcula que en el condado de Los Ángeles operan unos 130.000 miembros de bandas armadas. En el periodo de un mes se han llegado a vender en este territorio casi 70.000 armas de fuego. Según una encuesta realizada recientemente por el diario Los Ángeles Times, una mayoría de la población identifica el crimen como el principal problema al que se enfrentan, por encima del desempleo, la crisis económica o el racismo.

Los escandalosos desequilibrios sociales, las luchas raciales, la emigración masiva y las dificultades económicas, agudizadas durante la reciente recesión, han hecho que lo que un día pudo ser ciudad-laboratorio donde se experimentase la mezcla de etnias y religiones diversas se haya convertido en un territorio balcanizado en el que se difuminan las más elementales estructuras sociales.

Durante mucho tiempo se ha dicho con orgullo que en las escuelas de Los Ángeles se habla más de un centenar de idiomas -de suahili a persa-, como prueba de que el melting pot norteamericano alcanzaba aquí su mayor expresión. Eso sigue siendo cierto, pero hoy se tiende a pensar que los integrantes de todas esas culturas diferentes que llegaron aquí con la exclusiva ambición de ganar dinero se han convertido en guetos que no dudan en combatir a muerte para defender su espacio vital. Latinos y negros, negros y coreanos, están permanentemente enzarzados en su guerra particular.

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