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Solidaridad interregional

El articulista considera que el debate sobre la solidaridad interregional está viciado y hay que devolverle su verdadero contenido político, que va más allá de una cuestión puramente económica, de quién paga más o quién recibe menos. En este contexto, y en su condición de socialista, el autor define en estas líneas el concepto de lo que es hoy ser ciudadano español y de la solidaridad interregional, que no es más que su traducción en el tratamiento de las diferencias regionales.

El debate sobre la solidaridad interregional es, como puede apreciarse, uno de los que con más frecuencia aparece en los medios de comunicación; tan usado está el concepto que ya nadie sabe de qué se habla cuando se emplea la gastada expresión "solidaridad interregional". Ese debate casi siempre ha transitado por el camino que algunos líderes nacionalistas han deseado, es decir, convertir las relaciones entre las distintas comunidades autónomas en un problema puramente económico, de mercadeo, de regateo, de sumas y restas para ver quién paga más o quién recibe menos; en la última versión, en el problema del 15% del IRPF. Mientras sigamos por ese camino estaremos ignorando otros aspectos más serios del debate y estaremos ocultando los problemas políticos que de él se derivan.La proximidad de las elecciones puede propiciar que, sin obviar datos y cifras, devolvamos al mismo su verdadero y trascendental contenido político. A estas alturas ya no se trata de saber cuánto recibiremos de más o de menos por la aplicación de sofísticadas fórmulas matemáticas, sino si seguirá existiendo un Estado con fortaleza suficiente como para que la solidaridad, en su vertiente social y territorial, pueda seguir produciéndose.

Hace años, cuando el Estado español era una usurpación en manos de unos pocos, los españoles teníamos que soportar el discurso patriótico y patriotero de la derecha que hacía de España (su España) la única razón de su existencia. El resto, la gran mayoría de los españoles, nos sentíamos alejados de ese concepto, de sus símbolos y de sus lealtades.

Cuando se recuperan las libertades y, sobre todo, cuando el socialismo adquiere la responsabilidad de gobernar España con todo lo que ello significaba, es decir, desarrollar una propuesta de vertebración y de integración de todos los españoles, el proceso se invierte, de tal forma que la gran mayoría comienza a sentirse realmente española y a notar los efectos de pertenecer a un Estado único que respeta y protege las diferencias interterritoriales, mientras que una minoría se dispone a desprestigiar el concepto de ciudadano español.

Intento de desprestigio

¿Cómo se produce ese intento de desprestigio?:

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1. Los nacionalistas intentando fijar las lealtades de los ciudadanos que habitan esos territorios en sus propias nacionalidades, considerando anticuado el concepto de ciudadanía española.

2. Algunos nacionalismos, acariciando la idea de una confederación europea en la que ya no será necesario el Estado español para formar parte de la misma.

3. La derecha nacional, que disfrazándose de regionalista decide cifrar todas sus lealtades en los territorios sobre los que gobierna, exigiendo que, en cualquier tipo de reparto, ellos sean los primeros, sin importarle el destino del resto de los españoles.

4. La permanente acusación de corrupción de los órganos estatales (Gobierno, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, etcétera), que, además dé servir de pretexto al socialismo, cumple la misión de excitar el celo segregacionista de quienes comienzan a pensar que es una pérdida de energías entregar sus impuestos a una estructura central que o bien harán mal uso de ellos, o bien los destinarán para comprar los votos de los haraganes del sur.

Ante este panorama, ¿qué es lo que distingue y lo que debería distinguir hoy más que nunca a los socialistas españoles?

Los socialistas venimos de una tradición poco sospechosa de chauvinismo. Jamás hemos mirado al Estado nacional como una palanca de dominación y enfrentamiento, sino como un marco, heredado de la historia, que teníamos la obligación de transformar para hacer más humana y fructífera la vida de sus ciudadanos. Nunca hemos utilizado la mística de España para dominar y perseguir a los españoles. Es más, nuestro sueño, desde el nacimiento del partido socialista como fuerza política diferenciada, ha sido dotar a aquel marco político de un contenido democrático, de convertirlo en la casa de todos y no en la finca de algunos. Un sueño que sólo hace algo más de una década hemos visto convertido en realidad, y que, sin desmerecer la contribución de algunas fuerzas que caen precisamente dentro de la rúbrica del nacionalismo, ha necesitado de los socialistas (llegados al Gobierno, no lo olvidemos, en la resaca de un golpe de Estado) para no verse condenado, como en otras ocasiones de nuestra historia, a ser un sueño efímero.

Por éstas, y otras muchas razones, los socialistas estamos en mejores condiciones que nadie, y más interesados que nadie, en defender la legitimidad de este Estado español tan trabajosamente construido; en defender la legitimidad de las lealtades a esa vieja realidad nacional, hoy dotada de un contenido nuevo, que es España.

Resulta más que chocante que justamente hoy, cuando la condición de ciudadano español ha empezado a ser justamente eso, una verdadera ciudadanía, un marco de derechos y libertades para los hombres y mujeres que viven en España, se multipliquen las voces que pretenden presentar esa ciudadanía como sospechosa, anticuada e impura.

Consecuencias prácticas

Es decisivo que todos tengamos clara la verdadera entidad de lo que implica el término ciudadanía y donde reside esa condición en el momento actual. Podemos sentirnos profundamente catalanes, vascos, extremeños o andaluces. O podemos sentimos profundamente europeos, pero debe quedar claro que nuestros derechos a influir y ser escuchados en los asuntos públicos, a ser respetados por los poderes establecidos, a ciertas reglas de juego en las relaciones laborales, las tenemos en nuestra condición de ciudadanos españoles, al amparo de una Constitución que es la española de 1978.

No hay declaraciones de derechos de ese nivel en los estatutos de autonomía, y la idea, y mucho más la realidad de una ciudadanía europea comparable a lo que implica la ciudadanía española, está todavía en un estado menos que embrionario.

La solidaridad interregional no es más que la traducción, en el tratamiento de las diferencias regionales, de nuestro concepto de en qué consiste hoy la ciudadanía española. O, dicho de otro modo, de nuestra idea sobre cuáles son los horizontes, qué clase de vida queremos que tenga un ciudadano español por el hecho de serio, independientemente del sitio en que viva.

Las consecuencias prácticas que deduzco del análisis anterior son bastante evidentes:

- La primera es que el órgano de la solidaridad interregional es el Gobierno central. La solidaridad no consiste en un trasvase horizontal de fondos desde las comunidades autónomas más desarrolladas a las menos favorecidas, sino en el compromiso del Estado español con el nivel de vida de sus ciudadanos, sea cual sea el lugar de residencia, lo cual no es incompatible con el papel de los Gobiernos regionales y con su autonomía en su esfera de actuación.

- La segunda es que hay un objetivo prioritario de lo que seguiremos llamando la solidaridad interregional, y otro complementario. El objetivo prioritario es la nivelación en el acceso de todos los ciudadanos españoles a los servicios públicos esenciales. El objetivo complementario es reducir los desequilibrios en el nivel de desarrollo económico (PIB regional por habitante, tasa de paro, productividad, renta, etcétera).

Estas cuestiones básicas deben deslindarse claramente de un problema con el que están naturalmente conectadas, pero que es esencialmente distinto: el de la financiación de los Gobiernos regionales en un Estado descentralizado como el nuestro, y una de sus vertientes más debatidas últimamente, como es la corresponsabilidad fiscal de las comunidades autónomas y el Gobierno central.

Como es bien notorio por mis anteriores tomas de posición ante estas cuestiones, aclaro rápidamente que estoy a favor de la máxima autonomía financiera de los Gobiernos regionales, y que la vía me parece que pasa por mayores dosis de responsabilidad fiscal de estos Gobiernos.

Pero, coherente con la posición que he manifestado aquí, me opongo sin ambages a cualquier vía (como la participación en el IRPF) que suponga una disminución o una difuminación de garante de la solidaridad que corresponde al Gobierno central. No es casualidad que en un país que es el arquetipo del federalismo en el mundo moderno, como es Estados Unidos, el IRPF haya nacido y sea considerado como el impuesto federal por excelencia.

es presidente de la Junta de Extremadura.

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