Rusia: la hora de la verdad
El mundo entero se ha quedado, helado en una espera inquietante. La tensión política en Rusia ha llegado al límite. Hoy resulta especialmente claro que el destino del orden mundial en ciernes depende en gran medida de lo que mañana suceda en este país debilitado, desgarrado por los conflictos, saturado de armas nucleares y todavía habituado a su papel de superpotencia.¿Avanzará Rusia por el camino de la dictadura, de la lucha entre poderes, de la revolución social o, por el contrario, encontrará una salida civilizada al caos reinante? Demasiadas cosas dependen de la respuesta a estas preguntas.
Lo que acontece en Rusia no es simplemente una contienda entre personas -el presidente Yeltsin y Jasbulátov, que preside el Parlamento- ni un enfrentamiento entre dos ramas del poder. Se trata de algo más, de la colisión entre dos orientaciones opuestas sobre lo que debe ser el desarrollo: la liberal-económica y la nacional-populista. Pero ni siguiera esto explica el dramatismo de la situación. El conflicto tiene su origen en la ruptura que se ha producido entre todas las estructuras políticas y la sociedad. El poder ha perdido el control sobre lo que pasa abajo, mientras que, atrapadas por el cansancio y la decepción, las masas contemplan indiferentes el combate frenético que se libra en las alturas. La misma sociedad, por pura inercia, se dirige hacia unos objetivos que nadie conoce, lo que es mucho más peligroso que todas las acciones militantes de los actores políticos. La reacción de enormes masas de gente que han perdido el punto de referencia y que: han caído en el desánimo hace ya tiempo puede desembocar en una explosión social que barra del escenario político a todos los participantes. Por cierto, su onda expansiva puede ser bastante más violenta que una guerra civil, puesto que no es dificil suponer que las masas, decepcionadas con todos los políticos, se organicen de repente y estén dispuestas a derramar la sangre de cualquiera de ellos.
Sin embargo, sería un error ver todo lo que acontece en Rusia como blanco o negro, dividiendo a los contendientes en demócratas buenos y conservadores malos. El propio Yeltsin y sus partidarios distan de ser ángeles. El equipo presidencial es en gran medida culpable de que las reformas en Rusia estén bloqueadas y de que el poder se haya atascado en luchas internas. Yeltsin no supo realizar la reforma democrática a su debido tiempo, cuando los demócratas contaban con un considerable apoyo social. Él no esperaba un apoyo masivo para su alternativa, no valoró en su justa medida la necesidad de una política de amplios compromisos ni de la incorporación a las reformas de la sociedad. Intentó incesantemente maniobrar entre grupos independientes apoyándose en los engranajes administrativos, al tiempo que apartaba de su lado a posibles aliados. Yeltsin repitió de hecho el triste camino de Gorbachov, sin evitar ninguna de las trampas en las que cayó su predecesor y principal enemigo político.
Respecto a los actuales adversarios de Yeltsin., miembros del Parlamento y del Tribunal Constitucional, hay, otras muchas personas, además de los conservadores, que sencillamente recelan del carácter impredecible del presidente y de sus ideas autoritarias, por lo que intentan limitar su poder.
Hay varios escenarios posibles para el desarrollo de los acontecimientos. Por un lado, puede que Yeltsin intente llevar hasta su fin lógico la opción Fujimori, es decir, disolver el Parlamento y el rebelde Congreso de los Diputados del Pueblo, o bien hacerlos meramente decorativos, tomando todo el poder en sus manos. Para ello ya cuenta con la aprobación de Occidente.
Yeltsin pretende utilizar el referéndum previsto para el 25 de abril para apoyar sus acciones. Sin embargo, es dudoso que todo marche sobre ruedas. La gente podría ignorar el referéndum y las repúblicas de la federación servirse de él para independizarse de Rusia. Recordemos que un plebiscito análogo, celebrado en 1990 por Gorbachov, acabó siendo el empujón final hacia la desintegración de la Unión Soviética. Además, mediante esa consulta no es posible determinar la futura estructura del Estado ruso. Pero incluso suponiendo que resultara positiva para Yeltsin, se plantea la cuestión de cómo materializar el apoyo recibido.
El presidente puede introducir el régimen especial sin necesidad de referéndum; en tal caso, necesitará apoyarse en las Fuerzas Armadas, al mismo tiempo que las politiza y se convierte en su rehén. Así fue como actuó el general Jaruzelski en Polonia, y el resultado fue que se aceleró el fin de su régimen. De cualquier manera, la posibilidad de construir un sistema democrático y de economía de mercado ejerciendo el autoritarismo es más que dudosa
El Parlamento, por su parte, puede destituir a Yeltsin, pero, en tal caso, ¿quién gobernará Rusia? El Parlamento, compuesto por grupos enfrentados, no sería capaz. El vicepresidente Rutskoi, quien ya hace tiempo se ve en el puesto de Yeltsin, es una figura todavía más impredecible. Y, por supuesto, nadie, especialmente los militares, permitirá que el presidente del Parlamento usurpe el poder, y no porque no sea étnicamente ruso, sino a causa de los recelos que su carácter cínico despierta. Pero aún es más relevante el hecho de que el propio Yeltsin difícilmente renunciará voluntariamente a sus poderes: él luchará hasta el final.
No se descarta que ambas partes, presidente y Parlamento, continúen intercambiando amenazas durante bastante tiempo dado que no cuentan con fuerzas suficientes para ejecutar acciones concretas, e incluso pudiera suceder que los principales actores intenten de nuevo llegar a un acuerdo con el único objetivo de volver a romperlo.
Ambos escenarios no sólo agravarán la situación, sino que incrementarán la posibilidad de que se produzca el acceso al poder de una tercera fuerza, es decir, de cualquier grupo que pueda ponerse de acuerdo con los militares y el aparato estatal, pero en ningún caso se trataría de un régimen democrático. Hoy día, lo que más le conviene a Rusia es mantener a Yeltsin como presidente con capacidad para actuar. A pesar de lo confuso de sus acciones, no deja de ser el más activo partidario de las reformas. Pero al mismo tiempo se hace imprescindible la existencia de un mecanismo que posibilite el tránsito pacífico hacia un nuevo sistema de poder. Y ello no se consigue convocando al pueblo ni estableciendo un régimen especial. Para lograrlo es indispensable llegar a un amplio compromiso histórico entre todas las fuerzas sociales de Rusia, a la manera de las mesas redondas que en Europa oriental se convirtieron en el instrumento que hizo posible la ruptura pacífica con el comunismo. Las bases del compromiso deberán ser una división temporal de poderes, la promulgación de una nueva ley electoral y la celebración de comicios a más tardar en otoño de este año, ya que la actual estructura de poderes en Rusia, en proceso de desintegración, no durará hasta la próxima primavera. Por cierto que cualquier empujón, incluida la huelga de mineros en preparación, puede desencadenar su desmoronamiento, y es fácil adivinar lo que surgirá en lugar de la desintegración.
Por ahora, está en manos de Yeltsin el intentar conseguir ese compromiso histórico para Rusia. Pero, para alcanzarlo, él y sus partidarios deben superar la ilusión de que el único camino para la salvación de este país es la Administración presidencial.
¿Están preparados para dar tal paso?
¿Están dispuestas las fuerzas restantes a llegar a un acuerdo?
Eso lo veremos muy pronto. El drama ruso aún no ha concluido. Pronto dará comienzo el siguiente acto y entonces veremos si Yeltsin se convierte en el De Gaulle ruso, si sigue los pasos de Gorbachov o si vegetará en el papel de la reina de Inglaterra.
Lilia Shevtsova es directora del Centro de Estudios Políticos de Moscú.
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