La proximidad de la política
El primer ministro del Canadá, el conservador Brian Mulroney, bate todos los récords del siglo en impopularidad: sólo llega al 12%. El Gobierno belga ha dimitido, aunque el rey Balduino no ha aceptado la dimisión. El Gobierno francés ha sido barrido por otro que va a mantener su misma política económica en Europa.En Italia no quedan ministros y el mismísimo Andreotti (en el Gobierno desde 1948) es objeto de una investigación. En el Reino Unido no votan por Major ni sus propios correligionarios. En Grecia el Gobierno ha suprimido gastos de representación exterior (entre ellos su cónsul de carrera en Barcelona) y pasa por sus horas más bajas. En Estados Unidos el vencedor de la guerra del Golfo ha tenido que dejar el poder a una nueva generación política.
En España el Gobierno es objeto de todas las acusaciones y todas las sospechas por parte de otros que no tienen otra política ni mejor moral.
Es más: en los referendos danés y francés el pueblo votó de manera muy distinta a sus Parlamentos, favorables claramente a la unión europea. No así la gente, los ciudadanos, muy divididos al respecto.
¿Qué está sucediendo para que los pueblos, la gente, se alejen de tal manera del Parlamento, de la clase política y en especial de los Gobiernos?
Triunfa en Europa la idea de la subsidiariedad. La idea, por decirlo claro, de que el poder político más próximo tiene la presunción de mejor. Y de que los Gobiernos de nivel superior tienen que ser los que demuestren que, por razones de mayor eficacia (y yo añado de equidad o de redistribución), pueden sustraer competencias hacia arriba.
Así lo establecen el Tratado de Maastricht y la Carta Europea de Autonomía Local (que han sido ratificados por España y por otros 20 Estados y es, por tanto, ley vigente).
De ahí tiene que venir quizás una mejora de las relaciones entre política y sociedad. De ahí y de algunos gestos que acompañen con imágenes vivas la descentralización política y administrativa prevista en los textos. Prevista e incluso realizada (España ha descentralizado un 25% de su poder económico estatal en los últimos 15 años).
El pasado 31 de marzo expliqué en Madrid que todas las gamas del gris existen realmente entre el negro del Estado y el blanco de la sociedad. Los poderes locales son uno de esos grises, y la concertación entre poder y sociedad, otro de los matices posibles.
Pero hay todavía más cosas que hacer. Y así lo he dicho y lo mantengo. Madrid es la capital del Estado, pero ninguna ley obliga a que el Instituto de Minas, o la Escuela Naval, o el Consejo Superior de Investigaciones Científicas tengan su sede en la capital.
¿Por qué no sugerir que en un momento de crisis el peso fáctico, económico y social de la presencia de instituciones en puntos determinados -más necesitados o más capaces de albergarlas- sea tenido en cuenta?
En el mismo sentido he recordado que el Estatuto de Cataluña , en su artículo 30.3, prevé que la sede del Parlament es Barcelona, pero que pueden celebrarse sesiones en otras ciudades y pueblos de Cataluña. Creo que sería bueno que se hicieran en Tarragona, en Lérida, en Gerona, en Manresa, en Vic...
Del mismo modo, he hablado largamente con el presidente del Senado y con el mayor partido de la oposición de traer a Barcelona la primera sesión de la Comisión de Autonomías (la llamada Gran Comisión) del Senado. El impacto sería enorme.
En estas acciones la gente, los ciudadanos, verían gestos -y los gestos son importantes- en el sentido de una mayor aproximación de la política, de un desencasillamiento de los políticos, de una mano tendida al diálogo entre representantes y representados.
Pasqual Maragall es alcalde de Barcelona.
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