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Tráfico con el dolor

La Dirección General de Tráfico (DGT) se ha aprestado a inyectarnos una nueva dosis de amargura. Dicen, naturalmente, que es por nuestro bien y que ya la dosis administrada el año pasado demostró su efecto. Al parecer, ha muerto menos gente en las carreteras gracias a la provisión de secuencias de dolor humano.Decía Fromm que el Estado se cuida casi a diario de deprimir a los ciudadanos porque de ese modo consigue controlarlos mejor. De semejante manera ha actuado la Iglesia a lo largo de los siglos y, sin duda, también el Ministerio de Economía español, que une a sus reprobaciones acérrimas, diagnósticos invariadamente pesarosos sobre los desequilibrios. El Ministerio del Interior hace ahora otro tanto. La euforia tiende a considerarse de peligrosas consecuencias, generadora de no se sabe qué licenciosas conductas, mientras la pena domeña las pasiones y hace a las personas más dóciles, taciturnas y lentas. En definitiva eso es lo que. buscan: que vayamos más despacio; que rehusemos ingerir estimulantes; que nos atemos el cuerpo con un cinturón. Todo correspondiente a la misma metáfora represiva.Una conciencia doliente se genera a partir de los términos de esta campaña tenebrosa que tampoco gusta personalmente al máximo responsable, el señor Muñoz, según confiesa él mismo. En cuanto personas, la campaña no parece gustar a nadie. Pero si es así, si a nadie gusta humanamente, ¿por qué llevarla a cabo? ¿Por qué difundir el suplicio? ¿Por qué traficar con el dolor? La razón, se arguye, radica en las cifras. No gusta a los seres humanos, pero complace a la estadística. Ejemplos de esta subordinación al número se encuentran por todas partes. Forma parte de los postulados económicos que inspiran hoy la política, capaz de sacrificar situaciones humanas, aumentar el suplicio de agricultores y jubilados prematuros, multiplicar el paro en aras de los coeficientes suscritos, transformar la biología horaria para ahorrar energía.

Aquí, con esta publicidad macabra, se trata -de nuevo- de ahorrar, de conseguir por el dolor circunstancial del spot el ahorro de otro dolor más permanente. Pero ¿puede determinarse la cantidad de dolor que se resta y se genera, y obtener un salto final que justifique la tortura? Nadie es capaz de decirlo. Ni siquiera la Dirección General de Tráfico, que se aventura en esta masiva producción de agonía, es capaz de saber qué número de los 656 muertos menos debe su vida a la carnicera campaña de 1992 dirigida a encoger los corazones o al plan de autovías y ensanche de las calzadas.

Kenneth Bouilding, en su libro La economía del amor y del temor, examinó con cinismo los proverbiales sistemas públicos para obtener rendimientos económicos a través de donaciones o subsidios, y también mediante coerciones y amenazas. La campaña de tráfico se inscribe en la segunda opción; en la explotación del dolor y del temor. Literalmente, la DGT advierte sin rebozo: "Las imprudencias se pagan". "Cuando pague imprudencias con dinero.... piense que podía haberlas pagado con la vida". El asunto pone repetidamente al descubierto el culto a la cantidad. Estadísticas, unidades económicas, contaduría. Recaudación de muertos y de multas. La alta tasa de accidentes en carretera coloca a España a la cola de los países europeos y desprestigia a cualquier Gobierno. Pero, además, los conductores españoles parecen resistirse a pagar tantas sanciones como sus homólogos. Hay que pagar ("Ias imprudencias se pagan"), y la campaña, como de paso y sin olvido, alude a este propósito de la Hacienda. Dice como Dios: "Haz algo que deseo o haré algo que no deseas": te recargaré la multa, te embargaré, te procesaré, te retiraré el carné de conducir y el coche, y, en el extremo, una siniestra providencia puede llegar a convertirte en mutilado, en tetrapléjico, en ciego para toda la vida.

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Con la campaña se redondea el propósito de depresión y culpabilización general. Todos amedrentados. Todos culpables. Porque ¿quién no es o será imprudente alguna vez? ¿Quién no lo ha sido? ¿Quién no se ha saltado los límites de velocidad o una raya continua? Toda la población, bajo la mirada del Estado, es responsable virtual de los accidentes, de las muertes o de las terribles lesiones de estos desdichados que hoy aparecen o podrían aparecer mañana en la pantalla. El cómputo general de dolor que se crea mediante esta propaganda es inmensurable. El dolor es objetivamente inmensurable; pero ¿cómo no reconocer que lo que produce ahora la Dirección General de Tráfico es una masiva facturación de esa sustancia? No es extraño que al mismo director general no le guste lo que está haciendo. Tendría que ser un sádico para complacerse con esta nueva remesa de tortura. Le disgusta, pero, sin embargo, lo hace. Su departamento y él mismo forman parte de aquella deletérea máquina del Estado destinada a multiplicar los culpables y las víctimas.

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