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Tribuna:
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No aguanto agoreros

Hay dos líneas de réplica: impugnar el texto y desautorizar al autor; Savater en la suya (La Bicha comofetiche, EL PAÍS, 9 de marzo de 1993) a mi artículo Nadie puede con la bicha (EL PAÍS, 24 y 25 de febrero de 1993) las usa ambas, aunque muy parcamente la primera. Recuerdo estos tres modos de desautorización del sujeto: primero, antecedentes penales; segundo, psicoanálisis, y tercero, tipologización. El primero ha sido usado conmigo dos veces; en la primera se me desautorizaba por hijo de un fundador de la Falange, y en la segunda (Antonio García Trevijano), por ex literato. El segundo me lo aplicó un amigo tan querido como Savater: Xavier Rubert de Ventós, que me ha psicoanalizado por dos veces.El tercero lo usa Savater con Muñoz Molina y conmigo, tipificándonos a ambos como "predicadores". Es significativo que no baste caracterizar el texto como sermón, sino que haya que señalar al firmante como "predicador", y es sociológicamente interesante que la tipificación "¡Eh, cuidado, que éste es un predicador!" funcione como un, desenmascaramiento eficaz para exorcizar al sujeto y anular la influencia de su texto, tal vez porque activa el prejuicio determinista siguiente: "Es un predicador (u otra cosa), luego no puede decir verdad, porque no habla según la naturaleza de las cosas, sino según su condición", o más escuetamente: "Te han calado, amigo", "Evaristo, que te han visto". El antideterminista Savater apela al tácito determinismo de Ia condición" para desautorizar a sus rivales.

Pero para poder cazarme y encerrarme en la extensión de la especie predicador, Savater ha tenido que disminuir su comprehensión hasta igualarla a un género tres veces más lato, por exigir tres notas menos: primera, puede ser o no ser escatológico (no es necesario que diga "¡Arrepentíos, el día se acerca! "); segunda, no necesita estar sublevado "contra las corrupciones producidas por la belleza", sino que sigue siendo predicador aunque lo esté "contra las que causa la féaldaU, y tercera, no se le exige estar contra el placer, sino que también es predicador estando contra el dolor y el sacrificio. Las dos primeras notas las relaja Savater en el artículo en cuestión; la tercera me permito incluirla yo, apelando a mi sermón más extenso y enconado (contra la valoración del sufrimiento y el culto al sacrificio), cuyo título no sería decente consignar aquí.

Es una injusta chapuza que no se prive, sin embargo, de esgrimir la figura más tópica y caricaturesca de predicador contra quien difiere de ella en tres notas tan importantes y que dejarían el tipo "predicador" tan ancho como "persona que habla mal del mundo", aunque, seamos justos, con el matiz de un talante hipocondriaco. Aún menos original y más barata es la maldad de recurrir al más archiconsabido desinfectante contra los "resentidos", "derrotistas" o "intelectuales de estufa" (como con expresión literariamente insuperable los designaba el franquismo), consistente en desenmascarar su actitud como (y cito de Savater) "una lúgubre y sarcástica celebración de la impotencia humana en la que se refocilan con aspavientos de deplorarla; una enmienda a la totalidad que todo lo deja confortablemente igual" (las cursivas son mías). El desinfectante es viejo y conocido; ya lo usó el bellaco de Lukacs contra la mejor filosofía occidental de mediados de siglo con su Gran hotel del abismo, en el que pintaba a sus representantes redoblando el disfrute de todas las comodidades de Occidente con el estimulante vértigo del precipicio que aguardaba. Una de-sautorización a la que Adorno ya había replicado avant la lettre en el parágrafo 'Desviacionismo' de su Minima moralia, donde, además, podemos leer este pasaje: "El optimismo de izquierdas renueva la maligna superstición burguesa según la cual no hay que pintar el diablo en la pared, sino atenerse a lo positivo. ¿Al señorito no le gusta el mundo? ¡Pues búsquese otro mejor!".

Pero en el mismo parágrafo se cita una frase del Káiser: Schwarzseher dulde ich nicht (Schwarzseher -lit.: el que ve negro- se llama en alemán al agorero; y la frase se puede traducir así: "No tolero aves de mal agüero'% que a través de su potente y milenario déjá vu nos devuelve, con mayor fundamento, a la tipología: otros dos soberanos tan remotos y distintos entre sí como del Káiser reaccionaron exactamente igual ante el Schwarzseher: Acab, rey de Israel (Reyes, 1, 22, 8), dice del augur Miqueas: "... yo lo aborrezco, porque no vaticina bien alguno; nunca me predice más que el mal", y Agamenón, rey de Micenas (Mada, canto 1, vv. 106-108), increpa así a Calcante: "¡Oh, adivino de males, nunca me has predicho cosa grata, siempre han sido los males lo caro a tus entrañas, pero hasta hoy jamás una palabra buena has dicho ni cumplido!". ¿Cuál sería aquí el mejor criterio tipológico? ¿La atra bilis de aquellos hipocondriacos agoreros, eximios antepasados de nuestra mísera y apolillada turba de "intelectuales de estufa", "derrotistas", "predicadores" y llsavonarolillas" o la alérgica intolerancia hacia el Schwarzseher propia de los Guillermos, los Agamenones y los Acabim (intolerancia compartida, por cierto, en este último caso, por 400 intelectuales orgá ... digo, profetas de corte, presididos por Sedecías, que abofetea a Miqueas y lo desautoriza ante todos los presentes)?

De modo que este clásico conflicto entre el rey y el adivino yo siempre lo he considerado bajo la idea de que "adivino de inales" es una expresión redundante: sólo el mal puede ser profetizado, porque es secuela de lo dado, o sea, inercia de la necesidad, mientras que el bien, por no estar en lo dado, por ser obra de deliberación y libertad, escapa a toda posible profecía. De ahí mi recelo ante la desenvoltura con que Savater trata elalbedrío: como un dato con el que se puede contar entre lo dado, porque ya está ahí desde Génesis, 1, 26-30. Pero una libertad que ya estuviese ahí, siendo por tanto sus obras previsibles, o siquiera estadísticamente calculables, se encontraría en contradicción con su concepto.

Algo formalmente análogo y creo que muy en relación con esto fue lo que, en su ensayo Destino y carácter, descubrió Walter Benjamín: que sólo la perdición cumple un destino, y que la felicidad no es destino, sino sustraerse a él. "Felicidad y bienaventuranza", dice textualmente, "conducen, pues, al igual que la inocencia, fuera de la esfera del destino". ¿Sería un atrevimiento poner en paralelo este sustraerse a la esfera del destino la felicidad, la bienaventuranza y la inocencia con una concepción de libertad en que tan sólo la impredecibilidad acreditase la exigencia conceptual de hurtarse a la necesidad, a la inercia y al determinismo?

La voz determinismo ha quedado impregnada por las connotaciones sensibles y afectivas que pudo contagiarle aquella imagen de la Necesidad fraguada acaso en la filosofía de la historia, aunque, a despecho del más tenaz escrúpulo abstractivo, bajo el inevitable atuendo de matrona de Alta Alegoría, configurándose conceptualmente, por una parte, bajo la sugestión de las grandes y contundentes leyes de la fisica clásica y, por la otra, por referirse al hombre, bajo la reminiscencia primordial de ese borroso, pero siempre inequívoco, ceño antropornórfico propio de míticos poderes numinosos.

Aquel determinismo estaba concebido, en cierto modo, a manera de demiurgo; un demiurgo con un designio, un plan, o al menos con las más rígidas y fiables invariantes de actuación; siniestro como era podía, sin embargo, suscitar no sólo odios, sino también fervores. Nuestro determinismo, el de hoy en día, es, en cambio, tan chato que el odio ni lo advierte, tan sórdido que repele hasta al fervor más delirante; tan sólo el miedo, en su degradación, se acoge a su miseria: el miedo del que dice "los hechos son tozudos", del que se siente amparado silabeando "un proce-so ab-so-lu-ta-men-te i-rrever-si-ble". Ya se habrá com-

No aguanto agoreros

Viene de la página anteriorprendido que no es el equiparable al de las hoy llamadas "leyes deterministas" de la fisica clásica, sino el que se correspondería más bien con las "leyes probabilitarias" de la Física moderna. Pues, en efecto, la expresión "determinismo económico y social" de la que Savater me pide cuentas pretende referirse a aconteceres regidos justamente, a mi entender, por ciertos sindromes de determinación que evocan fuertemente la noción de "ley probabilitaria".

Vamos al grano. Si es cierto que el fundamento de la ¡dea de "mercado autorregulador" reside en la confianza de que el óptimo de equilibrio y beneficio será el logrado por la resultante estadística obtenida mediante la decisión de abandonar a sí mismas y a sus interacciones espontáneas la totalidad de las actuaciones económicas singulares, monádicas, autóctonas e inconcertadas; confianza que, a su vez, presupone la certeza de que tal resultante nunca dará una magnitud totalmente aleatoria e imponderable, sino, por el contrario, un algoritmo siempre aceptablemente definido, regulado y necesario; si todo esto es efectivamente así, resulta entonces que el principio de regularidad racionalmente calculable que hace plausible piara sus defensores el ya dicho "mercado autorregulador" apenas si difiere, salvo por lo que en precisión pueda mermarle la diférencia de materia, de la ley probabilitaria que, como es notorio, gobierna las transferencias del calor. En una palabra, que si el "mercado autorregulador" es el regido por una ley probabilitaria, su equilibrio será tan inercial y estará tan determinado como la isotermia.

La sola vigencia de leyes probabilitarias -demostrada por su innegable operatividad para las previsiones estadísticas- en multitud de incidencias referentes a la conducta humana prueba el determinismo que gobierna los fenómenos sociales. Viniendo, pues, al casode la televisión, si el criterio selector es la respuesta más pronta y generalizada del mayor número de espectadores, se privilegian los estímulos más elementales y primarios, o bien ya previamente fijados en una conexión o activadores de asociaciones tópicas. La misma ley probabilitaria dirigirá sin error las solicitaciones hacia los resortes más incondicionados y de más amplio espectro, detectando las zonas epidérmicas de receptividad más vivaz y más indiferenciada, rehuyendo, en cambio, las más selectivas y especializadas.

La cotidiana resolicitación de respuestas ya obtenidas forma un circuito especular reeducador; la repetición de estímulos abre un proceso de rernasticaciones sucesivas, como un reiteratívo intercambio trofaláctico en el que, por así decirlo, el bolo alimenticio reafirma y reconcentra sus virtudes, al par que va haciendo idénticos el gusto y hasta el sabor de boca de una y otra parte. Este juego de espejos, extraordinariamente potenciado por la autoridad que le confiere la presencia de otro público -o más bien, antipúblico- visible y actuante en el seno del estudio, refuerza los resortes del sistema de realimentación positiva incoados por la mímesis y la rernímesis, y sus efectos más sobresalientes son facilitar, lubrificar, rutinizar los conductos del intercambio trofaláctico, ensalivando constantemente el bolo alimenticio con la risa y el aplauso, acortando los tiempos y disminuyendo el gradiente de reacción, como quien va ablandando el gatillo de un revólver y, en fin, disminuyendo la distancia entre estímulo y respuesta hasta, hacerla prácticamente igual a cero, como la de un autornatismo, o bien la de la respuesta no central, sino por reflejo medular que se obtiene golpeando con elcanto de la mano debajo de la rótula.

Sólo el genio de Kafka, ante un fenómeno parejo, y refiriéndose al público'de un circo, supo acertar con una comparación definitiva: "... el aplauso que decrece y arrecia nuevamente en manos que ya no son más que martinetes de vapor".

El pretendido público que acude a los estudios no es ningún público, primero, porque no acude a un espacio público o de libre entrada; segundo, porque accede a un local regularmente presidido, siquiera de modo tácito, por el letrero "se prohibe la entrada", y, tercero, porque la condición de público excluye todo carácter selectivo y cualquier previo acuerdo de condicionalidad. El presunto público interno de la televisión ha abdicado no sólo de su condición de público, sino también de la de ciudadano, al, haber renunciado a su libertad de expresión, deponiendo la libre alternativa de aplaudir o silbar, patear y arrojar huevos podridos y verduras. Lo que define jurídicamente al público es el derecho inalienable de poder reventar todo espectáculo.

Por si esto no bastara, los públicos internos de la televisión trafican con su libertad de expresión, ya sea regalándola por el infeccioso privilegio de aparecer ante las cámaras, ya sea cambalacheándola, como si fuesen cromos, por mezquinos obsequios en especie o en metálico, ya, en fin, vendiéndola por una opción a premios, ya sea modestos pero fáciles de ganar, ya sea difíciles pero exorbitantes. Yo no voy a decir ahora que entre traficar con la libertad de expresión, incluso hasta venderla, y vender el derecho de votar o la libertad de voto, o traficar con él, no hay más que un paso. Yo no sé cuántos pasos habrá ni quiero averiguarlo, pero esa distancia, sea cual fuere, no disminuye en nada la afinidad formal entre ambas cosas.

La hipotética prohibición de no admitir bajo ningún pretexto o subterfugio "públicos internos", sobre todo infantiles, en la televisión se funda en la exigencia prudencial y de elemental sentido del honor político de que ningún ciudadano trafique con su libertad de expresión, haciendo, por añadidura, de su renuncia al silbido, al pateo y al lanzamiento de verduras y huevos podridos objeto de soborno por parte del empresario o publicitario deseoso de comprar y reclutar su aplauso en servicio del mercado.

Aparte de encarecer la pavorosa perspectiva cultural que puede presentar a nuestra vista una sociedad condicionada por una hipertrófica compulsión aprobatoria y un mundo gobernado o desgobernado por una dictadura o dictablanda del aplauso, para poder disipar mínimamente la infamante tacha que grava la palabra "prohibición", he aquí un ejemplo de ella que pocos dejarán de juzgar beneficiosa justamente para un programa televisivo -por lo demás, bastante despreciable, amén de innecesario-: si el programa Olé tus videos impusiese la norirna restrictiva de rechazar toda suerte de representaciones de caídas o accidentes físicos afines, ¿quién osará negar que -aparte un primer momento de bajón cuantitativosus efectos serían extraordinariamente saludables tanto para la elevación del sentido de la dignidad humana como para el desarrollo, el agudizamiento y el ennoblecimiento de la facultad imaginativa, o finalmente para una inmediata e indiscutible elevación de la calidad artística de las obras presentadas?

Para acabar, veo que Fernando Savater se despacha contra el despotismo ilustrado con una sumarísima salida muy poropia de su marca: "A los déspotas ilustrados siempre se les ha notado más lo primero que lo segundo". Es singular que esto lo diga justamente después de haber sacado a relucir -aunque, en verdad, tan sólo para acabar de apuntillar a los Savonarolas-, con los mayores encarecimientos -si bien,seamos justos, sin callar reproches-, a Lorenzo el Magnífico ("un magnifico assassino", dijo de él el año pasado, centenario de su muerte, nada menos que el arzobispo de Florencia, aunque irle con palabras de cura a Savater no sea más que cebar su alergia), o sea, precisamente el paradigma y arquetipo de todos los déspotas ilustrados que el mundo ha conocido, y ciertamente tan déspota como ilustrado, pero más ilustrado que ninguno, y, no por ese quattrocentesco ancestro del más puro Kitch, llamado Botticelli, que le da tanto gusto a Savater.

Pero lo más pintoresco del asunto está en que ese mismo Lorenzo de Médicis, con el que Savater remata su exorcismo contra los predicadores, compuso el estribillo de su más célebre canción, aquel que dice: "Quant'é bella giovinezza, / che se nTugge tuttavía. / Chi vul, esser lieto, sia; / del doman non v'é certezza", precisamente, ¡lo que son las cosas!, ni más ni menos que haciendo una paráfrasis de un pasaje del Predicador por antonomasia y excelencia: el Cohelet (en hebreo, predicador), o sea, nuestro Eclesiastés, en cuya obra (cap. 11, vv. 9 y 10) podemos leer: "Alégrate mozo en tu mocedad / y alégrese tu corazón en los días de tu juventud. / Sigue los impulsos de tu corazón y los atractivos de tus ojos / ... Echa la tristeza fuera de tu corazón / y tente lejos del dolor, porque mocedad y juventud también son vanidad". Así que el déspota ilustrado por excelencia fue a parafrasear para su canción justamente un pasaje del "predicador" por antonomasia: el Cohelet. ¡Pero hay más aún! Este dechado y epónimo de todos los predicadores resultó ser, por añadidura, otro predicador un tanto anómalo: noiencareció los valores eternos, sino los bienes y los goces efilíneros; no encareció el dolor, sino la felicidad, y la encareció, de modo explícito, precisamente por perecedera. Es evidente que era de los míos.

, es ecritor

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