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El uso de la libertad

La educación humanista debe consistir en la enseñanza de la libertad, bien entendido que en este contexto enseñar no significa mostrar, señalando a distancia algo inerte o ajeno, sino, por el contrario, la transmisión de un conocimiento práctico. Como a nadar se aprende nadando, a ser libre se acostumbra uno, se hace uno, ejercitándose en el uso de la libertad. El educador debe demostrar la teoría (por qué y para qué es necesaria y buena la libertad) y debe enseñar la práctica. Si quienes jurídicamente tienen. libertades como derechos, no los usan en beneficio propio y ajeno, sino como coartadas para, desde la impunidad, agredir verbalmente, insultar y vejar a coro, a gritos y en el anonimato, hay que concluir que algo falla; y si los que de tal modo actúan son jóvenes universitarios, es inevitable pensar que uno de esos fallos puede radicar en el sistema educativo. Si tan vil uso hacen de la libertad, ¿no será que se les ha enseñado mal a ejercerla? ¿No será que se pone más énfasis en la transmisión de la información útil que en la educación de la personalidad? Como profesor que soy, no acuso a otros, sino que reflexiono sobre los resultados de un sistema en el que constituyo un minúsculo engranaje.La meditación tampoco debe consistir en la ingenua rnasoquista flagelación. En el niño receptivo, en el rebelde adolescente y en el joven impaciente convergen múltiples influencias coetáneas a la del educador profesional (maestro o catedrático) que, en el mejor de los casos para la tranquilidad. de conciencia de éste, anulan o pervierten su labor. Si falla la educación, la quiebra hay que percibirla en muchos resortes del tejido social. En una sociedad donde sobre cada individuo pesa el alud informativo y, deformativo de muchos medios de comunicación, hay razones para pensar que el mal uso (le la libertad se aprende más ante el televisor que en la escuela, más escuchando tertulias e ingeniosidades radiofónicas que estudiando derecho civil o química orgánica, más leyendo cierta prensa que en las aulas de BUP o de la facultad.

Hay que ser comprensivo con el joven de 20 años que, por primera y probablemente por única vez en su vida, tiene la ocasión de afirmar su personalidad entre sus compañeros preguntándole al presidente del Gobierno, con aguda demostración de ingenio, por qué en un país con tantos pájaros ha mandado construir un AVE. Su pregunta merece la respuesta que obtuvo: seria, razonada, directa y compuesta de argumentos, fueran éstos o no convincentes para el crítico demandante. Es más difícil ser comprensivo, indulgente y tolerante con quienes, pudiendo criticar con razones y preguntas, insultan con gritos, utilizan silbatos para intentar acallar con el estruendo colectivo y anónimo la palabra (acertada o no, convincente o no) de quien tiene al menos dos títulos para hablar y ser escuchado: ser presidente del Gobierno elegido democráticamente y haber sido invitado a pronunciar una conferencia en la Universidad de la que aquéllos son alumnos.

Mala educación, provocación adolescente, protagonismo juvenil, comportamiento agresivo. A quienes así actuaron en el aula magna de la Universidad Autónoma de Madrid, la libertad política les ha sido regalada, no precisamente para que la conviertan en espectáculo zafio y cobarde. Pero ellos así la usan, quizá porque nadie se ha preocupado (o no suficientemente) por transmitirles una cultura de los límites. Dando conferencias o explicando lecciones del programa o escribiendo sentencias, acaso nos hemos dedicado con entusiasmo de ingenuos neófitos a definir el contenido esencial de cada derecho, olvidando quizá poner el mismo énfasis en la enseñanza del límite. Pero la libertad razonablemente ejercida consiste en el cuidado del límite: no en el esfuerzo por llegar hasta el límite, sino en la noble preocupación por no transgredirlo; y ello no tanto por miedo a la sanción por la eventual transgresión como por respeto al otro, sea éste presidente del Gobierno o niña raptada o mujer violada o torero muerto o político inculpado.

No es bueno ser agorero, ni parece prudente ejercer de catastrofista en tiempos preelectorales. Pero tampoco es aconsejable la política del avestruz. En esta sociedad se hace con demasiada frecuencia mal uso de la libertad de expresión. Me consta (digámoslo para que no lo digan) que ni toda la juventud universitaria es así, ni lo es su mayor parte, ni siquiera una gran parte: pero me asusta el recurso a los porcentajes en ciertos discursos exculpatorios. Sé también que en el acto comentado hubo palabras de disculpa, preguntas correctas y adhesiones mayoritarias. Conozco a mis alumnos, hablo con ellos y aseguro que son incapaces de actuar como lo hicieron algunos de sus compañeros. Estoy seguro de que la gran mayoría de los asistentes a la conferencia no aprobaba el griterío incivil ni el silbato que sólo descalificaba a quien le da su aliento. También me consta, finalmente, que mi lamento por el frecuente mal uso de la libertad de expresión no debe dirigirse contra todos ni contra la mayoría de los periodistas. Y por si alguien, con la estúpida precipitación del malicioso, cree intuir lo contrario en mis palabras, quiero decir que confío poco en la eficacia de la ley penal para corregir estos abusos, y no soy partidario, en absoluto, de crear nuevos tipos delictivos al efecto. Pero dicho todo esto, continúo afirmando que esta sociedad está poco y mal educada en el uso de la libertad de expresión, por lo que urge que todos, profesores y políticos, magistrados y periodistas, padres y alumnos nos paremos un momento a pensar a qué metas conducen ciertos caminos.

Que nadie anime o induzca a nadie a practicar un inexistente derecho al insulto. Que nadie transmita consignas apenas encubiertas en este sentido. Que episodios como el comentado no sean aprovechados por nadie. Que todos nos cuidemos de pensar en los límites de nuestra libertad, porque no es aconsejable que el sujeto de un derecho de libertad se interese sólo por su contenido máximo y deje que de los límites se ocupen otros, las víctimas o los jueces. Sólo si nos ponemos de acuerdo en estos puntos mínimos será posible sanear un ambiente que -dicho sin tremendismo, pero también sin cegueras voluntarias- se hace a veces irrespirable.

es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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