El enigma de Galicia
Los que no tenemos otra patria chica que Madrid, aunque fuera un día "rompeolas de las Españas", somos culturalmente más menesterosos que los nacidos en cualquiera otra región con lengua propia, como es el caso de Cataluña, el País Vasco o Galicia. Vivir desde la infancia bajo la influencia de dos culturas, de dos modos de ser; participar de los sabores peculiares que el autóctono recibe de ambas lenguas, es algo sumamente enriquecedor que nos está generalmente vedado a los habitantes de la capital. Una de esas regiones históricas que me atrae desde joven en profundidad y que me produce una extraña nostalgia de algo no vivido pero anhelado es, precisamente, Galicia. Quizá provenga ese sentimiento de los genes heredados de mis antepasados gallegos, los Gasset. Famoso emprendedor fue mi bisabuelo, don Eduardo Gasset y Artime nacido en Pontevedra en 1832, influyente personaje en amplias comarcas de su tierra, que vino a Madrid para fundar primero un diario llamado El Eco del País, de efímera existencia, y luego, en vísperas de la Revolución de Septiembre, El Imparcial, un diario que alcanzaría larga vida e influencia por haber acertado con la fórmula periodística de su tiempo.Pero a los Gasset de Galicia -salvo, claro, mi abuela Dolores, hija de don Eduardo- los vi con escasa frecuencia; sólo cuando venían por Madrid, y no visité sus lares hasta ser ya bien mayor; de modo que mi entusiasmo por aquel rincón celta de la Península me vino, sin duda, por otros vericuetos. Aparte de alguna peripecia sentimental, fue la lectura de sus grandes autores -Valle-Inclán, Rosalía de Castro, la nada despreciable Pardo Bazán, y los ya mis coetáneos Cela y Álvaro Cunqueiro-, a los que leí en sus obras maestras en castellano, por las que suelen rezumar las sapiencias y el tono de la vida de su tierra natal. Buscando la clave de ese enigma absorbente que es para mí Galicia, leí asimismo a los propios especialistas del hecho diferencial gallego: Otero Pedrayo, Ramón Piñeiro y, sobre todo, al médico humanista Domingo García Sabell. Quizá haya sido éste quien empezó a despejarme las nieblas que subrayan el duende y el misterio de Galicia. Nieblas, creadoras de meigas y de aparecidos, que llenan de fantasía el fondo del alma gallega, cuyos campesinos, como afirmaba Otero Pedrayo, "no pasarán indiferentes por el cementerio ni llegarán nunca a pensar que el bosque, la luna o los maizales son cosas absolutamente mecánicas o dotadas de vida indiferente y sometida". "Niebla en harapos", como expresó bellamente Cunqueiro, 1levada por el viento por las estrechas calles de la vieja villa, que hacía creer que uno se encontraba con pasajeros envueltos en capas de ceniza".
García Sabell mantuvo conmigo unas conversaciones privadas, hará unos dos años, en las que intentamos recorrer el horizonte de este fin de época que nos ha tocado vivir. Conversaciones que quedaron grabadas por si pudiera tener sentido publicarlas algún día, y de las que me atrevo a desgajar las muy sabias reflexiones que hizo mi ilustre interlocutor sobre el hombre gallego. "España es diversa", dijo; "esto es obvio. Naturalmente, un gallego no es un andaluz y un catalán no es un extremeño. Y aún más las que se llaman nacionalidades históricas, que añaden a sus muchas diferencias la de tener idioma propio: el catalán, el vascuence, el gallego. Así, yo tengo dos idiomas: uno originario, que es el gallego; otro que yo adquiero un poco más tarde, que es el castellano. Estoy inmerso en ambas culturas y las he vivido Galicia tiene una cultura específica -la cultura es siempre un sistema de valores, de rechazos y aceptaciones- y yo tengo una manera de vivir, una vividura, como diría Américo Castro de tipo gallego..., pero también actúa en mí la de tipo castellano. Pues si la primera es una cultura propia de la tierra natal la otra cultura es la misma para mí, gallego, que para el vasco o el catalán. Esa cultura común es la cultura castellana o española, como quieras llamarla, el nombre es lo de menos y los españoles tenemos el defecto de ser muy nominalistas. Me siento gallego, con una historia propia, con unas costumbres propias, con una lengua propia, y gozo leyendo a los grandes escultores de la lengua gallega como Castelao, Vicente Risco, Manuel Antonio y Farael Dieste. Y, claro, nuestra admirable Rosalía ("Campanas de Bastabales, cando vos oído tocar, mórrome de soidades"), pero no puedo renunciar al Quijote, al Buscón ni a Las meninas
"Valle-Inclán", me añadió ante mi cara de extrañeza, "escribió en gallego sólo algunos romances, pero tenía un gallego muy hermoso, que es el gallego de las Rías Bajas. Y sostenía una cosa que yo he sostenido también siempre: que no basta hablar en gallego si no se piensa en gallego. En el fondo, hablar bien un idioma es ser incapaz de traducirlo".
Le hice observar que muy pocos grandes escritores de la lengua castellana han nacido en Madrid. "Y los de vuestra región", le recordé, "son especialmente ilustres: tu amigo Valle-Inclán, por ejemplo, del que, por cierto, has prometido escribir con rigor y detalle, y que, por lo poco que me has contado, parece apasionante. Y no olvidemos a nuestro común y admirado amigo Cela. Mi preferencia va por Cunqueiro, porque gran escritor es aquel que escribe cosas como ésta: 'Nací en la torre de Audierne, viendo viajar en la noche el relámpago del faro de Eckmhul', o la semblanza de su amigo Merlo, imitador del canto de los pájaros y que 'el día de su entierro nevaba en las Invernagas de Montes, desnudos los abedules y ausentes los pájaros que imitaba, herrerillos, verderoles, calandrias, y el mismo mirlo, su apodo, merlo, en romance gallego".
La fuerza de lo gallego la noté al entrar en El Bierzo, una región natural por donde transcurre el camino jacobeo, que parece dudar entre ser gallega o leonesa. Aunque su esfera administrativa y comercial es León, sus labradores hablan en gallego y existe en ella la magia de Las Medulas, restos asombrosos, particularmente cuando la bruma extiende sus blancos jirones sobre ellos, de las minas de oro explotadas por los romanos, que Plinio describió. En cambio, Portugal, su otro gran vecino, asentado del Duero arriba, en el mismo macizo herciniano galaico, con una lengua hermana que dio los famosísimos cancioneros galaico-portugueses, es, sin embargo, diferente. La historia llevó a gallegos y portugueses por distintos caminos, y sus sentimientos más genuinos, la morriña y la saudade, siendo parecidos, son esencialmente distintos. Ramón Piñeiro es quien mejor ha aclarado la diferencia: en la saudade el hombre se siente a sí mismo en la propia soledad original y le duele lo que no hizo (por eso, Pessoa se preguntaba: "¿Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido? ¿Ésa será, si alguien la escribe, nuestra verdadera historiaT'). La morriña, en cambio, tiene mucho de añoranza, nostalgia o anhelo, sentimientos todos más pasivos.
A mí se me antoja, querido Domingo, que ese enigma que es Galicia para los otros españoles es también incógnita para muchos de tus paisanos. Tú, que tan bien conoces a tu tierra y a sus gentes, eres el pintiparado, por ser médico y humanista, para explicarnos la anatomía del alma gallega, más cerca, sospecho, de la emoción que del razonamiento. ¿Cómo viven tus paisanos el espacio y el tiempo, coordenadas tan decisivas y diferenciales en todo tipo humano? ¿Por qué existen esos mancos del espíritu que sólo reconocen la cultura gallega? Con ello, como ves, son dos los libros tuyos que te reclamo: el que nos va a dar la clave de Valle-Inclán, y el que nos va a revelar el santo y seña para saber salir del laberinto gallego. Espero que la política, de una vez, te deje libre para emprenderlos.
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