Con moderado optimismo
En los primeros días de su presidencia, Bill Clinton cometió varios errores de coordinación y juicio que pusieron bastante nerviosos a sus seguidores. Pero las directrices tanto de su programa nacional como de su política exterior, y su poder para comunicarse con el pueblo estadounidense, dan pie a un moderado optimismo con respecto a los próximos cuatro u ocho años. Como prometió durante la campaña, su programa interno se centra en el déficit y en la olvidada infraestructura de la economía de EE UU. La sagrada clase media y los ricos van a pagar más impuestos, y sus adversarios ya le están acusando de violar la promesa electoral de desgravaciones fiscales para la clase media. Pero mucho más importantes que esta promesa parcialmente incumplida son los hechos de que la carga fiscal se reparte equitativamente y de que la recaudación se emplea sensatamente.Cerca del 70% de los nuevos ingresos provendrá de individuos con rentas imponibles de más de 115.000 dólares (13,57 millones de pesetas anuales) y de parejas que ganen conjuntamente más de 140.000 dólares (16,5 millones de pesetas al año). El resto, principalmente en forma de nuevos impuestos sobre ventas y sobre los consumos energéticos, y una menor desgravación fiscal de las empresas, procederá de individuos con ingresos de más de 30.000 dólares (3,5 millones de pesetas). Hay personas, como el columnista de The New York Times A. M. Rosenthal, que se ofenden la mayor parte del dinero se empleará en reconstruir la infraestructura de carreteras, ferrocarriles y aeropuertos, y en invertir en la clase de capital más importante para cualquier sociedad: su capital humano. El presidente propone invertir más en programas head start (empezar con ventaja) para niños de familias desfavorecidas, en asesoramiento y nutrición de la embarazada, en trabajos de verano para estudiantes, en formación profesional y en educación de adultos para desempleados y semiempleados.
En lo que se refiere a recursos económicos y humanos, las propuestas de Clinton no tienen nada de revolucionarias. Pero sí es revolucionaria su capacidad para hablar franca, inteligente y convincentemente de subir los impuestos en un país en el que la mera mención de esas palabras supuestamente ha hecho fracasar a muchos políticos capaces y bienintencionados. En un editorial reciente, The Washington Post afirmaba que el principal poder real de un presidente es, posiblemente, "el poder para fijar las condiciones del debate público". Clinton y sus asesores parecen ser conscientes de ello y, después de presentar su programa ante el Congreso, el presidente y su apto vicepresidente, Al Gore, recorrieron el continente para explicarlo y responder a preguntas directas en una serie de mítines. De esa forma, su mensaje se entendió claramente, y los columnistas, editorialistas, locutores y especialistas en frases resonantes no pudieron quitar la sustancia a sus palabras. En estos mítines, Clinton subrayó la necesidad de mejorar la educación pública y la infraestructura, la necesidad de proveer de fondos al sector privado, la necesidad de recompensar el trabajo productivo, la necesidad de la investigación y formación técnica en una economía internacional cada vez más compleja. En lo que se refiere a su habilidad para instruir a la opinión pública en los problemas nacionales e internacionales más importantes, para insistir en la justicia social a la hora del reparto de cargas y para comunicarse amigablemente con toda clase de gente, se le puede comparar con dos de nuestros más grandes presidentes: Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt (yo voté a JFK, pero no soy un gran admirador de su labor).
Además de este inminente programa económico, el presidente ha nombrado un comité encargado de hacer recomendaciones sobre la reforma del sistema sanitario, cuyos costes ya nadie, excepto los verdaderamente ricos, puede soportar, y que, a pesar de ello, deja sin cobertura a unos 35 millones de estadounidenses. En todas sus declaraciones públicas ha hecho hincapié en la prevención, la inmunización, la nutrición, la planificación familiar, la cobertura sanitaria universal, que de algún modo combine responsabilidades privadas y públicas, y el control del rápido crecimiento de los costes de los medicamentos y los tratamientos prolongados. Como presidenta (sin sueldo) de este comité ha elegido a una abogada de renombre nacional, capaz y con amplia experiencia en los problemas de la infancia y la familia, y que además da la casualidad de que es su mujer.
Clinton también intenta cambiar la forma en que los estadounidenses ven el papel que el Gobierno y el sector privado desempeñan en la economía. La actitud tradicional, personificada por el presidente Reagan, ha sido que el mercado, sin control estatal, es el único mecanismo legítimo para asignar recursos y recompensas personales. Siempre había una importante excepción, que se mencionaba lo menos posible: que los Gobiernos debían subvencionar caras industrias militares y debían ofrecer todo tipo de desgravaciones fiscales a empresas que despueblan de árboles los montes o perforan pozos de petróleo. Pero la idea básica era que cuanto menos Gobierno, mejor, y tras esa idea estaba la imagen del Gobierno como un monstruo derrochador, cuyo lema es "recauda y gasta". Clinton, que sabe cómo es la vida fuera del continente, intenta educar a la gente en lo que respecta a las formas concertadas de cooperación metódica entre Gobierno y empresarios en economías capitalistas tan sólidas como las de Alemania, Japón, Suecia, Francia y Holanda.
Lo cual me lleva a un asunto que parece preocupar a muchos analistas: si Clinton será o no un proteccionista en comercio internacional. A veces suena a nacionalista económico, pero si uno se fija en las recomendaciones específicas, y se lee los trabajos de Laura Tyson, su principal asesora econón-úca, no está hablando de aranceles y cuotas. Está hablando de "comercio dirigido" a una escala internacional; de que todos los Gobiernos negocien a nivel internacional las subvenciones a la agricultura y al sector de alta tecnología, para que las condiciones competitivas en el mercado mundial sean aproximadamente las mismas para los productores de todos los países y de todas las unidades económicas regionales, como, por ejemplo, la Comunidad Europea.
En política exterior ha demostrado que sabe cuáles son las prioridades: instar a Israel y a los árabes a reanudar las negociaciones de paz; buscar la cooperación en cuestiones de desarme y estabilidad regional con una Rusia potencialmente democrática; perseguir la paz en Bosnia, bajo la égida de las Naciones Unidas, pero rechazar el plan Vance Owen, que no hace sino legitimar la sangrienta victoria militar de los serbios. Los europeos, que recuerdan la ingenuidad de Carter y la farisaica ignorancia de Woodrow Wilson al final de la Primera Guerra Mundial, se ponen nerviosos al ver a un presidente estadounidense que parece introducir la posibilidad de decencia humana en la política exterior. Pero yo pienso que Clinton demostrará que es posible proteger los derechos humanos dentro de un marco posibilista. El envío aéreo de ayuda humanitaria a Bosnia, sin entrar en retórica puritana acerca del pecado y la virtud, el mantenimiento de las negociaciones de la ONU, la inclusión de Rusia en el envío aéreo de ayuda y la cuidadosa omisión de amenazas de llanero solitario, me parecen pruebas de su habilidad práctica y su decencia moral.
es historiador.
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